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Los agravios como fuente de motivación

La tregua
Lucas Haurie
Lucas Haurie
02/01/2017

Hasta donde los recuerdos le alcanzan a la generación criada entre la gallina Caponata y la calabaza Ruperta, los enfrentamientos coperos entre el Sevilla y el Real Madrid se reducen a dos expolios en las semifinales de 2004 y 2011, aunque tal vez algún memorión se retrotraiga hasta aquellas eliminatorias de 1979 y 1981, saldadas también con éxito para los merengues. Los educados en los sanos valores del antimadridismo alimentamos nuestra (justa) rabia con historias protagonizadas por García de Loza, Jacinto de Sosa, el no-gol de Breitner, Marcelo Campanal y los cobardes organizadores del Trofeo Carranza… pero ningún nombre tan denostado como el de Enrique Mateos, delantero madrileño y formado en Chamartín que tuvo en sus botas la final de la Copa del Generalísimo de 1962: Diéguez había hecho el 0-1, neutralizado por Puskas, y quedaban menos de diez minutos para el final cuando Araquistáin detuvo el penalti lanzado por su excompañero Mateos quien… ¡¡fichó poco después por el Betis!! El Madrid hizo su segundo gol en el descuento, cuando el padre de Sergio Ramos llevaba pantalón corto y ningún ciudadano español sabía dónde diablos quedaba Trondheim, para dejar sin un título a los sevillistas, que no cataban plata desde 1948 y que no la catarían hasta 2006.  ¿Es o no es para tenerles gato?

Llegan estos octavos, pues, con la herida noruega todavía por cicatrizar y con los dos precedentes inmediatos que escuecen lo suyo porque fueron más los árbitros que el Real Madrid quienes privaron al Sevilla de estar en la final de Copa. O, al menos, de pelear la clasificación en igualdad de condiciones. En la penúltima temporada con Joaquín Caparrós en el banquillo, nadie imaginaba que la gran sequía sevillista estaba a punto de dar paso a una catarata de alegrías. Por eso era tan especial aquella semifinal de 2004, mal parida con un 2-0 en la ida. Con un Sánchez Pizjuán en combustión, Antonio López marcaba al minuto de la vuelta y justo antes del descanso, Zidane sufría uno de sus frecuentes raptos de ira y era expulsado por agresión. Jorge Valdano, director general madridista que aún pregona que el goce estético debe primar sobre el afán de victoria, visitó en el intermedio el vestuario de Iturralde González para recordarle cuán importante era que el Madrid estuviese en la final. A los cinco minutos de la segunda mitad, el obediente árbitro vasco restableció la igualdad numérica con una tarjeta de auténtica risa a Javi Navarro. Hace seis años (¡seis años ya!), Gregorio Manzano trataba de darle lustre con una final a una campaña malhadada pero ni Undiano Mallenco ni su célebre linier, Fermín el del banderín, percibieron cómo un remate de Luis Fabiano traspasaba holgadamente la raya de gol antes de que Raúl Albiol despejase. En la vuelta, con empate a cero, Teixeira Vitienes le anuló un gol a Negredo. Ni él mismo sabe todavía por qué.

No deja de ser un pataleo de eterno perdedor, condición de la que el Sevilla se despoja a ojos vista, esta pequeña lista de agravios, que tiene por demás este tufillo provinciano que tanto empobrece el discurso. Sucede que el fútbol es así de miserable y es perentorio sacar ventaja de todas las debilidades humanas. Para perdedor, entonces, aquel Mourinho que blandió una lista de árbitros favorecedores de la hegemonía del Barcelona. Y para provinciano, desde luego, ese Guardiola, que se quejaba del maltrato a los culés por su modesta condición de representante de “ese paisito en la esquina del mapa”. El rencor, o sea, es una gran fuerza motivadora. No hay mejor manera de salir al Bernabéu el miércoles que ir escupiendo por el colmillo con los ojos inyectados en sangre. Para no ser apaleado (otra vez), conviene albergar la saludable idea de repartir hostias como panes de Alcalá. Y si el otro puede más, alabado sea. Feliz año a todos los bilardistas de buena voluntad.


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