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Siempre mirando al marcador

La tregua
Lucas Haurie
Lucas Haurie
08/03/2017

En el fútbol, todos los ríos discursivos desembocan en esa mar venerable que se llama resultado. Si por el horizonte del océano termina asomando una victoria, el arroyuelo contaminado por los vertidos de un polígono industrial adquirirá una inmarcesible belleza pero si reina el ocaso de la derrota, hasta el más impetuoso Amazonas parecerá una acequia pestilente. Un 1-0 facilitado por una decisión errónea del árbitro y alcanzado por la contundente vía de tatuar el esternón de la estrella rival con la suela de la propia bota supone un espectáculo maravilloso, fronterizo con el Síndrome de Stendhal. Cualquier derrota, aunque el espíritu de Pelé y Maradona juntos haya poseído a los jugadores del equipo perdedor para hacerles marcar media docena de goles de leyenda, es una reverenda mierda. Juanma Lillo, el pobre, no alcanza a comprender esta evidencia y por eso no ha entrenado en su vida a ningún equipo serio. Jorge Sampaoli lo entiende a la perfección.

El Sevilla está completando una excelente Liga, atendiendo pues al único cómputo razonable: el puntaje. Hasta el lunes, y ojalá más allá, se ha alimentado la esperanza del título. La mera opción a una meta tan cimera, aunque no se alcance, lo coloca idealmente en otras peleas más realistas: está muy asentado en la tercera plaza y tiene la cuarta casi agarrada. Ni el hincha más permeable a la retórica santafesina, sin embargo, podrá negar que este mérito se sustenta exclusivamente en un criterio contable, verbigracia, esos trece puntos sumados de los últimos quince en juego que son producto del puro resultadismo. ¿O acaso los partidos ante Las Palmas, Betis, Eibar, Athletic y Alavés, igual que antes muchos otros, fueron una delicia extática para el espectador neutral? Sea lo antedicho no sólo una reiteración de que en el análisis del fútbol es mera paparruchada todo cuanto no emana del marcador final sino, sobre todo, una bocanada de optimismo para quienes temen “las malas sensaciones” dejadas por la segunda parte en Mendizorroza. El Sevilla en Liga va muy bien y ya veremos dónde (es decir, cómo) acaba.

¿Y el resto de la temporada? Pues dentro de una semana hablaremos. Alcanzar los octavos de final de la Liga de Campeones era lo prescrito por el sorteo (detrás de la Juve, por delante del Olympique: nada extraordinario para bien ni para mal) y el bombo de los octavos, tan bonancible, regaló una opción estupenda para estar donde sólo ha estado en una ocasión, que encima data del paleolítico. Los cuartos de final de la primera competición europea convertirían la campaña en magnífica y entreabrirían la puerta hacia un camino histórico. Una eliminación contra el Leicester, esa banda, dejaría un imborrable sabor a charlotada y acíbar. ¿Se puede juzgar el trabajo de un año por noventa minutos de rebotes caprichosos y circunstancias inaprensibles? Por supuesto que sí. El reputado como mejor entrenador de todos los tiempos, Johan Cruyff, tenía el finiquito listo para firmar pero un cabezazo de Josemari Bakero en el minuto 94 lo salvó de la destitución en Kaiserslautern. De no haber mediado aquel gol milagroso, en lo tocante a los banquillos habría sido concretamente nadie. Así se escribe la Historia y así debe ser.


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