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¿A quién le gustan los llorones?

La tregua
Lucas Haurie
Lucas Haurie
03/09/2018

Pablo Machín, que hace 48 horas era una promesa rutilante de los banquillos, analizó el derbi perdido con un chascarrillo de dudosa originalidad: “El VAR sirve para tomarse unas cañas”, dijo con ingenio propio… ¡¡de Soria!! En su ciudad natal vivió el sevillano Antonio Machado, cuya paráfrasis más evidente olvidó en esas vísperas en las que vino a decir que no le hacían falta aclaraciones aborígenes sobre nuestra (eterna) rivalidad vecinal: “Sorianito que vienes al Sevilla te guarde Dios, una de las dos sevillas ha de helarte el corazón”. No ha entendido nada el buen hombre y urge que se lo expliquen: hizo el ridículo empequeñeciendo a su equipo donde a ningún sevillista le gusta jugar empequeñecido e hizo el ridículo con la impostada indignación que siguió a la derrota, que no tapó sus vergüenzas sino que las acentuó.

A fuer de ser poco original, Machín tampoco lo fue en su protesta contra el arbitraje, que tiene un precedente cercano en Gustavo Poyet, nada menos, quien se presentó con un ordenador portátil en la sala de prensa tras perder en el Sánchez Pizjuán. Claro que el uruguayo está como unas maracas, justo las que tocaba el homónimo del entrenador soriano, escrito sea sin pretender competir con el equívoco VAR-bar que él explotó con escasa fortuna.

En la jugada (más o menos) determinante del Betis-Sevilla concurren varios errores, sí, pero ninguno es achacable al árbitro, a quien acaso cabría reprochar su aplicación un pelín estricta del reglamento. Dura lex sed lex, de cualquier modo. Fallaron, por este orden y más que Gil Manzano, Roque Mesa y Machín. El primero, que rozó la expulsión al minuto de juego con una terrorífica entrada sobre William Carvalho, fue a buscarse un problema cuando estaba amonestado y se lo encontró, como se suele encontrar con un guantazo bien dado el macarra que va palpando nalgas por la pista de baile. El segundo realizó un cambio pocos minutos antes del incidente crítico. Metió a Gonalons y dejó en el campo a un futbolista que todos los observadores imparciales intuían que no acabaría el partido. Se equivocó él y acertaron los observadores.

Terminado el encuentro, a Gustavo Machín (¿o era Pablo Poyet?) le habríamos podido hacer el célebre reproche de la reina Aixa a su hijo, que aquí nos abstendremos de reproducir para no exacerbar a ese mujerismo “enragé” que tanto manda en las instituciones y del que aspiramos a obtener financiación, no imprecaciones. Sí es pertinente señalar que ese victimismo lacrimoso está muy mal visto en la tierra a la que acaba de llegar, que al cabo es cuna de Séneca, al contrario que en su antigua residencia de Gerona, ciudad de la que era alcalde Carles Puigdemont y donde, es notorio, todo revés de la vida se pretende solucionar con una pataleta sentimentaloide. Los llorones, en efecto, sólo gustan a sus madres y a los izquierdistas, como nos enseñó el periodista Santiago González en su imprescindible libro “Lágrimas socialdemócratas”.  


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