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Que levante la mano (¡y que enseñe los colmillos!) quien quiera ganar la Liga Europa

La tregua
Lucas Haurie
Lucas Haurie
04/08/2020

Cualquiera puede enterarse de lo que transportan los baúles que viajan este miércoles en la bodega del avión que trasladará al Sevilla hasta el aeropuerto de Dusseldorf. Se trata de un inventario apabullante –qué se yo: kilómetros de vendas que puestas en filas unirían el Guadalquivir con el Rin– y curiosón, pues no imagina el aficionado hasta las profundidades del detalle a las que se desciende en el fútbol, ese mundillo tan pejiguera. Más complicado resulta, sin embargo, conocer la carga que alberga la mochila emocional de cada expedicionario, técnicos y dirigentes incluidos. Y en este rincón, que somos tan escépticos como osados (así somos los ignorantes, si me permiten el innoble blasón), se nos suscitan dudas cuya expresión no debe ser tomada como un conjuro contragafe, sino como fundado temor por lo que, con honestidad, percibimos.

Quien surca medio continente en pos de la gloria debe llevar un frasco de veneno en el bolsillo y cebar la maleta con un quintal de mala hostia porque ninguna batalla, ni siquiera las deportivas, se gana portando una flor en el cañón del fusil. Cuando los equipos italianos eran los más respetados (y respetables) del orbe balompédico, se acuñó en el país un bendito concepto, “cattiveria”, sin el que resulta imposible lograr la victoria. (Ahórrense la visita a google: significa muy concretamente “maldad”.) Ese impulso atávico de dañar al adversario es el principal significado que encierra el significante “competir” y de ahí se colige que la “alta competición” consiste ni más ni menos que en provocar un gran dolor en el oponente: nada menos que infligirle la derrota, esa herida que jamás llegar a suturarse. Entre Sevilla y Roma, ¿dónde se percibe en estos momentos un mayor afán por ganar?

Porque, desgraciadamente, a dos días del partido no se oyen en el Sánchez-Pizjuán palabras edificantes, discursos sobre los que construir triunfos como el que William Shakespeare puso en boca de Enrique V cierto día de San Crispín junto a la campa de Azincourt. No hay arengas ni ojos inyectados en sangre ni alusiones a la condición de campeonísimo ni nada distinto a “test PCR”, “entrenamiento colectivo”, “preparación corta”, “falta de ritmo”, “vacaciones”, “pretemporada”, “grupo americano”, “Del Nido Benavente”, “junta de accionistas”, “19 de septiembre”, “Carlos Fernández”, “Rakitic”, “ofertas”, “barbacoa”, “discoteca”, “mercado atípico” o la santísima madre que parió al virus. Aquí parece que pesa más el aburguesamiento de quien ha cumplido un objetivo (importante, pero menos que un título) que el hambre de quien nunca se cansa de ganar.

Y, de repente, esta Roma balbuceante con tres magníficos atacantes, pero también con agujeros en su plantel del tamaño de un Fazio o un Perotti, parece transmutada en el legendario subcampeón de Europa de Falcao, Toninho Cerezo, Conti, Pruzzo y Ciccio Graziani o en la máquina que engrasó Fabio Capello y se prendió el scudetto en el pecho con un tridente mágico: Totti-Montella-Batistuta. Claro que la derrota, en el deporte, siempre es una opción. Pero no conviene evocarla con carácter previo, que es lo que sucede con tanto lloriqueo.


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