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Las virtudes pedagógicas de la antipatía

La tregua
Lucas Haurie
Lucas Haurie
17/05/2022

En las horas siguientes a la certificación matemática de la clasificación para la Champions, Monchi cumplió escrupulosamente con su deber de defender al entrenador que ha certificado este logro por tercera vez consecutiva, lo que no es moco de pavo ni cuesco de colibrí. El director deportivo fue incluso más allá del deber, como suele cuando su yo emotivo permea su parte racional –algo que no es infrecuente ni necesariamente censurable–, en un habilidoso frentismo dialéctico: “No vais a poder con nosotros”, en teatral recurso al Síndrome de la Fortaleza Sitiada que nunca está destinado a intimidar a los otros sino a galvanizar a los propios.

Según parece, y bien que nos congratulamos porque hemos manejado bastante información en sentido contrario en los últimos meses, Julen Lopetegui empezará la próxima temporada en el banquillo sevillista por el sencillísimo motivo de que ha cumplimentado, con todos los sofocones que se quieran, el logro que sus pagadores tienen por estratégico: el acceso a la Liga de Campeones y a su celebrado dinero (algún día verán la luz). En la Feria, en dos días consecutivos, Pepe Castro aludió a la anatomía (“el presidente también tiene ojos en la cara”, vino a decir), lo que fue una forma elegante de mostrar su disconformidad con el juego del equipo.

La segunda vuelta –adobada con tres decepciones tamaño cíclope en las otras tres competiciones– ha sido una tortura, un monumento al feísmo erigido en cada partido. Los encuentros del Sevilla han sido un festival de bostezos y angustia sin consuelo, un recital grimoso, un permanente ejercicio de impotencia, una enciclopedia de complejos, un homenaje a la racanería, una orgía de crispación y un campo fértil cuajado de excusas como los naranjos de la Vega del Guadalquivir en otoño. El entrenador se confesó preocupado “porque el Mallorca ha tenido un día más de descanso” antes de visitar el Sánchez-Pizjuán tras encajar media docena de goles en casa contra el Granada. El orgulloso –sí, tal vez demasiado– sevillismo no daba crédito ante un Lopetegui muerto de miedo cuando hacía sol, asustado si había nubes y preso de un ataque de pánico en cuanto caían dos gotas.

¿Se puede vivir así? Bueno… es evidente que sí, que se puede por incómodo que resulte, si al final del cuento salen las cuentas. Pero es necesario hacer lo posible para que no se repita y aquí llega otra pregunta cuya respuesta será clave en las próximas decisiones. ¿Se viviría mejor sin Lopetegui? Ah, no, no, no, querido lector. No le corresponde a usted responder a tan espinosa cuestión; o sí, como mero ejercicio dialéctico en la taberna o en el grupo de guásap. Es el momento de pensar con el cerebro y no con las tripas, el momento de los gestores profesionales que ponen los intereses de la institución por encima de su propia popularidad. Es el momento de que Monchi haga, concretamente, lo que hizo en el verano de 2019: darle las llaves del vestuario a un pedazo de entrenador a despecho del ruido de la calle (y de las redes sociales).

El director deportivo del Sevilla viviría un verano más plácido si cayese en la tentación populista: “La afición es soberana, además de la mejor del mundo, y blablablá”, o sea, esos halagos a la masa propios de quien desea eludir sus responsabilidades. Monchi, y por supuesto el alto mando encarnado por Pepe Castro, tendrán que encontrar las palabras adecuadas para, sin hacerse demasiado los antipáticos, hacer entender a un sector muy numeroso del sevillismo que es una horterada (por esnob, por desproporcionada, por gratuita, por carente de base) esa permanente hostilidad hacia los entrenadores instaurada en el Sánchez-Pizjuán. Que todos tienen sus cosillas y todos pierden partidos, claro, pero que este club lleva mucho tiempo rayando cerquísima del techo. Está bien soñar con romperlo; aunque, en la mayoría de las ocasiones, desde ahí sólo es posible mantenerse o caer.


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