Cabildo

De Lisboa a la Magdalena: ¿por qué sale la Virgen del Amparo en noviembre?

José María Pinilla
José María Pinilla
14/11/2022

Hay quien dice, y no le falta en exceso la razón, que cualquier semana al azar –los más críticos espetarán que cualquier día– podemos encontrarnos con una procesión por alguna esquina en esta nuestra ciudad. El año apenas se ha desperezado cuando entre las gentes apresuradas por hacer los encargos a Sus Majestades de Oriente sale el Niño Jesús de la archicofradía del Valle. Y, antes de que finalice el primer mes, el Cristo de la Buena Muerte de San Julián recorre un evocador itinerario conventual en su Viacrucis, pionero en el calendario. Bien pronto empezamos. En febrero, según los caprichos de la luna de Parasceve, tal vez entremos en la Cuaresma, periodo en el que traslados y otros cultos externos salpican muchos de los barrios de Sevilla. Por razones obvias, las cofradías penitenciales no faltarán a su cita durante la Semana Santa, pero es cierto que, antes de que nos hayamos quitado el albero de Los Remedios de los zapatos, ya volvemos los cofrades a las –benditas– andadas (en forma de andas procesionales, claro), pues arranca el periodo letífico en San José Obrero, San Isidoro, San Bartolomé, Capuchinos y muchas otras collaciones. Sin mediar pausa, también tendremos por Pentecostés la despedida de las hermandades del Rocío, que pocos días después desandarán su anual Camino, y los cultos eucarísticos alrededor del Corpus y su correspondiente octava. A las puertas del verano, otras glorias se suman en Nervión, Heliópolis (les aseguro que no hablamos de fútbol) o Torreblanca, para continuar bajo un sol implacable con las numerosas advocaciones del Carmen, tan arraigadas en la urbe que reunía a marineros sin tener mar. De vuelta del chiringuito, tras ver en las primeras horas de un luminoso día la enternecedora sonrisa de la Patrona de la Archidiócesis, septiembre nos regala otras tantas procesiones históricas en San Esteban, la calle Amparo, Triana y mil rincones más. Octubre no le va a la zaga en San Buenaventura, San Martín, Santa María la Blanca y en todas las corporaciones con devoción al Santo Rosario. El mes de los difuntos nos congrega ante la Reina de la calle Feria y bajo su Amparo por las señoriales calles de la Magdalena, y el año lo cerrarán aquella que es tan Pura y Limpia y, en pleno ajetreo de las compras navideñas, la entrañable Lotera del Salvador entre campanilleros. Y eso sin contar las previsibles efemérides que nos aporten salidas extraordinarias ni las llamadas procesiones piratas. Muy completito todo; sí, señor. Sin embargo, a los fatigas no hay quien nos canse.

De acuerdo a lo leído en este rico catálogo, en estos primeros días de noviembre hemos tenido una cita inexcusable en el entorno del antiguo convento dominico de San Pablo con la Virgen del Amparo, una portentosa talla mariana debida al genial flamenco Roque de Balduque allá por el siglo XVI. Su reconfortante mirada maternal y el amor que emana de su corazón alado son justa recompensa para sus devotos, que también disfrutan de la elegancia de su paso, el intimista recorrido por calles estrechas y el solemne acompañamiento musical (que ya quisieran para sí muchas hermandades de penitencia). Sin embargo, ¿a qué se debe que esta dulce imagen salga a nuestro encuentro en estas fechas tan próximas al Adviento? Saltemos en el tiempo algo más de dos siglos y medio hacia atrás y en el espacio unos 300 kilómetros dirección noroeste. Estamos en Lisboa a 1 de noviembre de 1755, y una serie de fatalidades van a sucederse sobre la capital portuguesa, empezando por un temblor de tierra que los expertos estiman hoy con una intensidad escalofriante de casi 9 puntos en la escala de Richter. A tamaña catástrofe siguieron un maremoto y un incendio, este último producido al caerse con la sacudida las muchas velas que recordaban a los difuntos en las iglesias y en las casas en una fecha tan señalada. Las crónicas del momento delatan que los efectos del movimiento se notaron en lugares tan distantes como Groenlandia y hasta algunos puntos de América. En cuanto a España, las costas de las provincias de Huelva y Cádiz fueron las más perjudicadas, y en el interior se sobresaltaron prácticamente toda Extremadura y Andalucía. Los que han estudiado el fenómeno afirman que el epicentro se produjo bastante más al sur de lo creído comúnmente, casi en la latitud del estrecho de Gibraltar, por lo que el suroeste de España estuvo claramente más expuesto. Regresamos ahora a Sevilla en ese desdichado sábado que abría el penúltimo mes del almanaque. Son las diez de la mañana y la festividad de Todos los Santos ha congregado a numerosos fieles en distintos templos, sobre todo en la catedral. En ese momento, hubo un “general y pavoroso terremoto que se creyó asolaba la ciudad y sepultaba a sus moradores en la ruina, pues se estremecieron violentamente los edificios, cayendo algunos y parte de las iglesias”. Esto se puede leer en la inscripción en piedra del triunfo que da nombre a la plaza que separa al primer templo sevillano de los Reales Alcázares. Añade el sobrecogedor relato que “en la Patriarcal con espantoso horror llovieron parte de sus bóvedas y cayeron pilares de los elementos de su torre”. Por cierto, es poco conocido por los sevillanos que la Virgen que preside este monumento se llama del Patrocinio. Atentos a este nombre.

Los efectos negativos del desde entonces llamado Terremoto de Lisboa no se sintieron únicamente en la catedral. Dentro del conjunto del Alcázar se hundió parte del palacio gótico, en concreto la sala que hoy acoge los tapices que recuerdan la campaña de Carlos (I o V, escoja usted) en Túnez. La Torre del Oro resultó igualmente afectada hasta un punto en que se planteó su demolición, la iglesia de Santa Ana sufrió tales desprendimientos que la hermandad de la Esperanza tuvo que buscar otra sede, y así podríamos continuar por prácticamente toda la ciudad. El balance oficial ascendió a unas trescientas viviendas derrumbadas y cerca de cinco mil con daños de diverso tipo. Sin embargo, en la collación de la Magdalena apenas hubo consecuencias. En su templo parroquial, que aún se ubicaba en la plaza homónima y no en el cenobio de la Orden de los Predicadores– a donde se trasladó tras la devastadora francesada de principios del XIX–, residía entonces la hermandad de la Virgen del Amparo, que había sido fundada apenas un par de décadas antes. Según sus primitivas reglas, su culto principal se había de celebrar el día del Patrocinio (¿les suena?) de la Madre de Dios, el segundo domingo de noviembre. En el momento ya aludido, la corporación se encontraba celebrando la novena previa a esta festividad, y el hecho de haberse visto a salvo de los estragos se interpretó por parte de la hermandad, la parroquia y el vecindario como una intervención protectora de la Virgen. Desde ese mismo año, la procesión en acción de gracias tiene lugar en dicha fecha. Y así continúa hoy en día, perpetuando esa gratitud hacia Nuestra Señora del Amparo y su adorable Niño del pañal rojo.