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Con Jesús en la memoria

Mi Semana Santa (V)

Bernardo Ruiz
Bernardo Ruiz
09/04/2020
El Jueves Santo es el alba del rezo y la nostalgia”

Es el inicio de la fiesta sagrada en la Andalucía rural. La tradición heredada que iguala y no distingue. La forma más sincera de reunir al gentío en la plaza vieja. El Jueves Santo y las luces de la Madrugada, la noche de Jesús para miles de devotos de aquella tierra de hambre y lamento, antes del definitivo adiós. Y así, entre regresos y ausencias en el árbol genealógico, siembra de nostalgia su huerta este rincón del Sur.

Mi Jueves Santo de 2020

Algeciras, corazón y motor del Campo de Gibraltar, era el destino elegido para un Jueves Santo de 2020 que sólo será silencio y plegaria íntima. Tres Caídas y Jesús Nazareno, el Señor de la ciudad y el Jesús de la Andalucía del XXI, eran el estímulo para descubrir la única Semana Santa de una urbe con más de 100.000 habitantes que nunca había visitado. Y en la Madrugada, la noche en la que la oscuridad hiela el alma y la reflexión, el Cristo de la Fe a hombros de sus hermanos. 

Mis recuerdos de Jueves Santo y Madrugá

Desde que traté de buscar el sentido primitivo de la idiosincrasia de la Semana Santa andaluza sentí la necesidad de postrarme ante la Macarena y Jesús del Gran Poder, devociones de a diario desde que aterricé en Sevilla en 2003. En mi infancia, el Jueves Santo era sinónimo de llanto. Aún recuerdo a la Talegona, abuela del insigne coplero carnavalero Rafa Taleguilla, acariciando el alma del personal reunido en torno a la imagen del Cristo de Gracia, el mexicano más hermoso de Córdoba. Y las Angustias, obra irrepetible de Juan de Mesa, y el Cristo de la Caridad. Solo. Sin artificios. Sin modas de infantería ni armamento postizo.

En 2002, con 17 años, sentí la primera mirada de extrañeza. El primer asombro. La primera duda. La primera sensación de novedad infinita. En Nueva Carteya, tierra de olivos y culpable del veneno que se inoculó en mi cuaderno vital desde entonces. Jesús Nazareno fue un dardo directo al corazón aquella noche de luz cegadora. Y así fue hasta que, en 2004, el periodista y capataz Antonio Jesús Roldán, compañero de fatigas en la promoción que estrenó Periodismo en La Cartuja, decidió que me rindiera a Jesús Preso y a su atavío de rey de Cabra. 

El Jueves Santo siempre ha sido impactante. Tradiciones centenarias e imágenes de la Andalucía primitiva a pie de calle. Como Jesús Caído de Fernán Núñez o el Dulce Nombre de Marchena, ante los que aprendí a susurrar en 2013 y 2016. Sevilla y su provincia, un crisol de interpretaciones plásticas del Señor y la Virgen, atrapan en el atardecer de la noche más intensa. Utrera amagó con rendirse ante el Silencio Cautivo en 2011, el año que castigó al Señor de Paz Vélez y a la hermandad de los Gitanos, jolgorio y cante jondo en Partera. Tomares, con su Sacramental, y Camas, con el doliente Gran Poder, fueron anhelo multitudinario en 2015.

Jerez de la Frontera fue presagio de la lágrima en 2009, el tiempo en el que el Huerto y la Redención aparecieron en mi memoria, y Antequera fue una sacudida emotiva en 2012, cuando, después de saborear el arte y la textura culinaria en La Dehesa de las Hazuelas, el tiempo se interpuso entre la fe de la gente y el Consuelo y los Dolores. El Jueves Santo siempre ha sido presagio de velatorio plástico, hasta cuando Setenil de las Bodegas explotó de luz y sonido en 2013 para que el Amarrado, de Los Blancos, me sonriera en aquellas calles de arquitectura troglodita. Como también sonrió el Jesús de Alcalá del Valle, que emerge en su salida de entre una maraña de olivos verdes de esperanza. 

La Madrugá siempre ha sido una noche de alivio y fe. De ojos vidriosos y corazones abiertos. De tradiciones heredadas y plegarias al viento. Como en la Puente Genil de 2010, cuna y hogar de los Palomero, una saga de ferroviarios. El Terrible, el Jesús de la Matallana, el de la zancada larga y rostro dulce, camina en su trono portado por el alma de su gente cada mañana de Viernes Santo. Con la Cruz al hombro y la túnica asida a la huella de la Mananta y los cuartelillos de romanos y corporaciones bíblicas. Y allí supe del sentido de la nostalgia del inmigrante. Como el padre de los Palomero, el abuelo de la estirpe, aquel cuya historia se grabó en mi corazón a sangre y fuego desde entonces. Aquel que cada Viernes Santo regresaba a su hogar de Cataluña para, con el llanto en la garganta, mirar al cuadro del Nazareno que presidía el pasillo y exclamar a voz en grito: ¡Viva el Terrible! Y que hoy su voz permanezca más viva que nunca en esta Madrugada de silencio ultrajado.

Y, cómo no, mi Jaén. El Jaén de Lidia, criada en una familia más jaenera que el Jesús de los Descalzos, en 2014. Aquel año, y junto a mi inseparable Aurora y mi amigo Edu Suárez y su entonces novia y hoy madre de sus hijos, Ana, sentí la presión de la devoción acunada de padres a hijos. De abuelos a nietos. De jaeneros a visitantes. De huidos de la fe a católicos impenitentes. Como Lidia, cuando me enseñó que ante Jesús de los Descalzos no hay rezos. Sólo confidencias. Secretos de una historia de amor que nace cuando Él te mira como nadie sabe hacerlo. Porque es Jesús Nazareno. Porque es el Abuelo. Y que a ti, querido lector, esta noche de Jaén huérfana te proteja y bendiga con su mirada. Descúbrelo, búscalo, siéntelo y cuéntale tus secretos. Aunque sólo sea por televisión. Sólo consiste en conocerlo. Cuando lo hagas, calla, ni reces, él sabe que lo necesitas en este tiempo de miedo y refugio. Por eso es el Abuelo. El que todo lo puede y todo lo calla. Te entiende sólo con su mirada.