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Querer perder

Antonio Félix
Antonio Félix
10/11/2021

En ciertos momentos, todo deportista siente una fuerte inclinación por la derrota. Una vez lo contó muy bien Obdulio Varela. Capitán en la mayor catástrofe ocasionada en la historia del fútbol, el triunfo uruguayo sobre Brasil en la final de Maracaná, el 'Negro Jefe' se ausentó de la celebración en Copacabana para mezclarse con la desolada hinchada brasileña. Aquella noche estuvo poblada de depresiones, llantos y suicidios en el país. Algunos jugadores, como el portero Moacir Barboça, quedaron desterrados en vida. Mientras los suyos celebraban, Obdulio eligió estar junto a los derrotados, que lo acogieron con respeto y con quienes bebió hasta el amanecer. “Provocamos mucha felicidad, pero también tanta tristeza en aquella gente, que por momentos casi hubiera querido perder".

Resulta intrigante conocer los motivos por los que el Betis quiso perder el derbi. A lo largo de estos días se ha analizado hasta la saciedad el partido, desmenuzado cada decisión que, en mayor o menor medida, inclinó la suerte del duelo. Pero eso es entretenimiento. Hay combates en los que decide el detalle y hay ocasiones en que ni siquiera existe el combate. Podemos, como he dicho, enredarnos con los matices, que los hubo. El mayor, por supuesto, la desmedida de Guido. También, por qué no, la timidez de Pellegrini, con esa declaración de intenciones que supuso alterar a Carvalho por Guardado. Pero podríamos pasar toda la semana añadiendo fragmentos, y ni siquiera armaríamos media explicación a una claudicación tan grosera como la que aconteció en ese Villamarín tan bello que asemejaba Maracaná. Hubo algo superior y definitivo. Hubo una querencia absoluta por perder. No es que el Sevilla tuviera que ganar ese partido. Es que al Sevilla no le quedó otro remedio que ganarlo.

Fijándonos bien, de hecho, los mismos sevillistas se extrañaban de la rendición bética, primero por lo inmediato, después por lo extensa. No hubo un solo atisbo de irreverencia verdiblanca, lo que, hasta cierto, punto, tuvo despistado a un Sevilla que, hasta aclararse todo con la expulsión, no se abalanzó con fiereza sobre su pieza. Desde que silbó Mateu, el derbi fue una auténtica barra libre, pero al Sevilla le costó servirse en la verbena. A pesar de encontrarse con un Betis que ni jugaba ni presionaba, al punto que aceptó un partido al ritmo de Rakitic, sus  miedos siempre estuvieron presentes. Lo que no hizo sino acrecentar la intensa y extraña cuestión que nos dejó el derbi: ¿por qué el Betis decidió perderlo?

Pasado el duelo, superada la estupefacción, era presumible que el club ofreciera algunas respuestas al respecto. Y alguna dio. En esencia, dieron vacaciones. Esta semana, los jugadores tendrían cuatro días de descanso por tres de trabajo. Y luego, ya saldrá otra vez el sol. Parece una respuesta superflua, pero en realidad es absolutamente sintomática. La bajeza del derbi, la inmoralidad con la que se acometió ese combate ante 60.000 entregados hinchas en las gradas, tal vez merecería otra cosa, un cierto arrebato de ira, un ejercicio de autoridad de la directiva, una disculpa y una amenaza porque esto no debería haber sucedido y, desde luego, esto no debe volver a suceder. En lugar de eso, no pasa nada, que es el rasgo atávico y esencial de este Betis. Por eso dan igual las tribulaciones de Pellegrini y las heroicidades de Fekir. De fondo persiste la terca y plácida incompetencia que siempre acaba pervirtiendo las más dulces ensoñaciones. La última fue asestarle un golpe palmario a un Sevilla envuelto en un mar de dudas. En lugar de eso, alimentaron su leyenda de coloso indesmayable. Para qué engañarnos: aquello del cambio de ciclo no nos lo creíamos ni quienes lo escribimos.