Fútbol, nostalgia y...

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
27/01/2023

Decía Mark Twain, padre y creador de Tom Sayer, que la nostalgia es sólo una masturbación mental. Los fluidos, como los caminos del Señor, son inescrutables. A menudo confieso que peco de nostalgia y, por tanto, de resentimiento más o menos solapado. La añoranza también tiene algo de resentimiento personal por el tiempo ido y, sobre todo, por el malgasto que uno ha hecho de él. Malgasté el tiempo y ahora el tiempo me malgasta a mí, dice la máxima shakesperiana. Quiero decir con este inicio tal vez desconcertante que, hablando de fútbol, uno tiende a abrir cada dos por tres el viejo arcón de siempre, donde los viejos olores y las formas coloreadas. La nostalgia, o sea. Creo que en esto del fútbol cualquier tiempo pasado fue mejor, sin necesidad de haber sido más virtuoso. Lo creo porque tiempo y fútbol forman como un diapasón de lo más sentimental, lo que nos da algo de arraigo con el deambular de los años.

Recordar es como disfrutar de la lenta parábola de un balón de fútbol que sube y cae armoniosamente a nuestro lado, para que lo chutemos con deleite. Así, por ejemplo, ese evocar los partidos de antaño que empezaban todos a las cinco de la tarde. O recordar los futbolistas que admiramos sin que fueran los más sobresalientes o queridos. O evocar las camisetas que más nos gustaban sin saber bien porqué, como ésa con la bandera de la señera coronada que gastaba el Valencia como segunda equipación. O recrearnos con legítima perfidia en los equipos que más detestábamos de adolescentes (y seguimos detestando hoy con lealtad moral). O añorar el atuendo negro de los árbitros cuando éstos eran árbitros y no abogados del reglamento devenidos en personajes. O sentir la antigua libertad en las gradas cuando se podía insultar a coro al propio árbitro o al jugador del equipo contrario que más nos sulfuraba. O recrear las hermosas lluvias de almohadillas y las pañoladas taurinas como expresión de cabreo en el estadio con la directiva de tu equipo. O…

Los biempensantes me dirán que cómo voy a añorar a la gente que insultaba procazmente en alto con niños delante (como era nuestro caso). O cómo puedo tener nostalgia de los botellazos a los árbitros cuando, acabado el partido más polémico de la jornada, se retiraban del campo protegidos por los escudos pretorianos de la policía nacional (aquellos maderos, ay, tocados con boina y vestidos de marrón). Por añorar no añoro lo dado porque sí. Pero el material con el que se cuece la nostalgia a fuego lento no tiene porqué obedecer siempre a una textura agradable.

Hagamos una comparativa del mundo de ayer al de hoy, sin chantajes emocionales. Como decía, antes los partidos comenzaban con orden y puntualidad de caballeros a las cinco de la tarde. Todo lo más el sábado las autonómicas ofrecían un partido a las nueve de la noche (igual que el Canal Plus, que lo hacía a la misma hora pero en domingo). Pero ahora, ¿qué es esto de programar partidos de Copa a altas horas de la noche laborable y en el friolento enero? En cuestión de horarios, me apunto al negacionismo delirante, porque es mentira que España haya entrado en la Europa institucional y civilizada desde 1986. Por otra parte, los árbitros de antes eran señores serios, aunque muchos los vean hoy un tanto ridículos. Tenían un perfil de juez togado, algunos gastaban bigote con cero guiños a lo 'vintage' y se despreocupaban del estado físico más allá de lo mínimamente aceptable. Hoy nos han colado la idea democrática y supuestamente conciliadora de que ellos también son deportistas, como los jugadores, y aficionados también al fútbol, como los hinchas del estadio que normalmente, pese a las restricciones ambientales de hoy, los siguen repudiando por el hecho injusto o no de ser lo que siguen siendo en el fondo: árbitros. El último de los grandes quizá fuera Japón Sevilla, aquel empleado de banca, que pitó seis penaltis en un Oviedo-Valladolid de la temporada 1995-96 y que, ya retirado, acabó ejerciendo de cónsul del Japón en Sevilla por haber nacido en Coria del Río, vinculada al Sol Naciente.

Atléticos, musculados y de muy buen parecer hoy por hoy, los nuevos árbitros han ido labrando una reputación de imagen, que no de autoridad. Antes el fuera de juego era fuera de juego, con sus deficiencias y su implacable injusticia (tan humana como la propia justicia). El linier levantaba su banderín tan pronto creía advertir delito en tal o cual posición adelantada, no como ahora, que deja seguir la jugada largo rato y sin sentido alguno hasta que el robótico brazo le hace levantar el banderín como si le hubieran inoculado un algoritmo o alguna guarrería tecnológica aún peor. Yo no sé ustedes, pero estos fueras de juego intolerablemente pitados de forma tan tardía me llenan de una ira de animal enjaulado y me hacen peor persona. Por no hablar de las manos, ¿qué ha sido de la ley natural del penalti por manos en el área? La maldita tecnología, como soborno para justificar el gasto en su industria, ha prostituido la naturaleza salvaje y rousseauniana de los movimientos en el fútbol. No se sabe ahora nunca cuándo es mano de ley, la vieja ley de antaño. Los futbolistas se llevan ahora las manos artificiosamente a la espalda, pervirtiendo el noble sentido del cuidado que antes tenían para no tocar el balón con la extremidad prohibida.

De toda la vida, el gol era un orgasmo uno y colectivo, no como ahora, donde lo orgásmico se alcanza como por capítulos de serie de Netflix. Y todo por culpa de ese laboratorio de iniquidades que es la sala VOR del VAR (¿no es hasta una mofa el hecho de que se llamen así y jueguen con una simple vocal para cambiarnos la vida?). El colmo del llamado fútbol moderno y alrededores es esto de intentar prohibir ahora que los aficionados luzcan las camisetas de sus equipos en el estadio del rival y hasta en zonas circundantes. Todo, dicen, con tal de evitar principios de violencia. La estupidez es la primera y más letal de las violencias. En pleno siglo XXI y aún no se han enterado.

 Alguien podrá llamarme bolsonarista del fútbol. O me intentará hacer ver que no me he tomado la medicación del día por decir lo que digo. Cuando uno ya frisa la cincuentena significa, entre otras cosas, que se ha convertido en el único responsable de su cara (Abraham Lincoln) y que tiene derecho a no buscar excusas, entre otras cosas también, para dar largas a una aterradora invitación a un fin de semana con amigos con niños, a un bautizo o a una boda en primeras, segundas o terceras náuseas. En fin, que el fútbol de antes nos gustaba mucho más. Todo era más auténtico, sin que ni mucho menos fuera virtuosamente mejor, ni más provechoso, ni más educador. Y esta es la belleza de toda deficiencia. Si la nostalgia es masturbatoria o no, de esto seguiremos hablando otro día. He agotado ya mis reservas por hoy.