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Caminando sobre brasas

Juan Miguel Vega
Juan Miguel Vega
15/07/2018

Que la vida es una sucesión de ciclos, unos buenos y otros malos, ya se lo explicó José al Faraón, después de que éste viera en sueños vacas y espigas desfilando de siete en siete en una suerte de metáfora agropecuaria de la macroecomía que lo dejó traspuesto y flipando. La causa de que en el tiempo se alternen los momentos de gloria y los de crisis es, sin embargo, un enigma insondable que aún no ha logrado ser descubierto. Yo mismo he comprobado, no sin estupor, que ni siquiera los economistas saben a ciencia cierta los motivos últimos de crisis como la que recientemente nos llevó a la ruina y de la cual seguimos, y seguiremos por bastante tiempo, recibiendo dolorosos coletazos. Recurrir a la ideología, no digamos a la demagogia barata o al argumentario del tertuliano televisivo, para hallar una explicación a este misterio es el recurso fácil, pero también un error. Ya digo. Ni siquiera los expertos lo saben. Ellos buscan el modo de atenuar los efectos, prevenir las consecuencias, adelantar el final, pero del origen, la causa, la génesis de crisis no tienen ni puñetera idea. Como tampoco la tienen de los ciclos expansivos de la economía; los años de bonanza, que se dice. Así que debemos volver a José y el Faraón para intuir que la respuesta debe de estar en la Gravitación Universal, la lucha entre el bien y el mal, el ying y el yang, las fuerzas cósmicas que provocan las mareas cada seis horas o desestabilizan a los lunáticos y hacen caducar los óvulos cada veintiocho días. Es decir, a veces las cosas pasan porque tienen que pasar. Porque toca, porque sí. No nos compliquemos la vida buscando tres pies al gato; vayamos a la caja de herramientas y cojamos la navaja de Ockham. Es muy probable que todo ello nos sirva también para explicarnos algunas de las cosas que le pasan al Sevilla FC y, más en concreto, a Pepe Castro, su presidente, que después de haber permanecido cómodamente instalado en un círculo virtuoso del que parecía imposible salir, fue misteriosamente centrifugado hasta una suerte de solsticio veraniego sin fin donde habita desde entonces, sometido a la penitencia de tener que caminar constantemente sobre brasas ardientes, cual si fuera un lugareño de la soriana San Pedro Manrique. Después de un trienio esplendoroso, las cosas se torcieron bruscamente al principio de la pasada temporada, en un avieso giro del destino que tuvo en la marcha de Monchi su catalizador. A partir de ahí casi nada salió bien. Mejor dicho, casi todo fue mal. No es cuestión ahora de repasar acontecimientos ya suficientemente conocidos. La llegada, a última hora, de Caparrós propició un ligero alivio, pero acaso fue porque nada es completamente malo, como tampoco nada hay completamente bueno. La cuestión –sin duda preocupante- es que la maldición parece continuar vigente y el muñeco-vudú de Pepe Castro sigue recibiendo alfilerazos. Allá donde pone un pie en su caminar sobre las brasas, estalla una mina antipersona. Lo último ha sido lo de la final de la Supercopa, donde el Sevilla ha torpeado con la misma obstinación que lo viene haciendo desde hace un año y se ha metido en una guerra que tenía perdida de antemano, por lo que al final la ha perdido dos veces. Me pregunto si, de seguir así las cosas, habrá que recurrir a los servicios de un exorcista para arreglar tanto desaguisado o bastará, simplemente, con que alguien empiece a echar mano del sentido común y las cosas se hagan de una vez de modo razonable, sereno y sensato.