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Día mundial del teatro

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
27/03/2020

"Éramos felices, pero no sabíamos que lo éramos", ha dicho Óliver Torres. Recuerda a la frase umbraliana, que decía que de la dicha sólo se tiene el recuerdo, nunca la experiencia. El mundo de ayer de Stefan Zweig es mucho más que el título de un libro inolvidable que nos hizo mejores personas. Porque el mundo de ayer era el olor a césped que ahora dice añorar Franco Vázquez. El mundo de ayer era, al fin y al cabo, la felicidad que no sabíamos que lo era, el ritmo de la vida que creíamos incorruptible, la tarde o la noche frente al plasma de casa o frente a la casa de acogida de los bares. El mundo de ayer es ahora el lejanísimo pretérito, cuando uno iba a pie desde casa hasta Nervión para ver un partido.

Todo esto nos parece ahora que alcanza el rango de distopía, pero a la inversa. Porque me reconocerán ustedes que la distopía, tal y como la entendíamos, es hoy una estafa de serie B (devastaciones planetarias, guerras químicas, invasiones de mutantes y extraterrestres, rebeliones del mundo animal, la teocracia de la República de Gilead en El cuento de la criada, etcétera). El coronavirus ya nos está enseñando en tiempo real la distopía verdadera, ajena a todo futurible de ficción. La realidad, una vez más, le ha dado el disparo de gracia a la ficción. Por eso no hay más distopía que la que nos lleva al pasado, donde vivíamos y éramos felices pero no sabíamos que lo éramos. Claro que la melancolía y la añoranza es una masturbación mental (el gran Mark Twain). Pero no estamos hablando del mundo de ayer como nostalgia. Hablamos de pasado distópico, de un mundo que ahora nos parece que no existe más que como una prodigiosa marcha atrás de la vida.

La prensa deportiva nos ofrece las escasas menudencias que da de sí el pavoroso teatro vacío del fútbol. ¿Y qué otra cosa puede hacer? Leemos lo que ha dicho el chaval Óliver Torres como si remitiera a la filosofía en la Atenas de Pericles o a las Confesiones del inmenso San Agustín. El interés del Olympique de Marsella por Rony Lopes, el posible anzuelo del SFC por el brasileño Igor Silveiro o el debate sobre el horizonte en la portería de Nervión, todo esto no hace más que tocar la herida del desvalimiento. Damos por descontado las buenas intenciones, ese darnos de comer como quien echa alpiste a sus polluelos. En cierto modo, la prensa deportiva local son también nuestros sanitarios en estos días.

Hoy viernes 27 de marzo es el Día Mundial del Teatro. He aquí nuestro escenario. Estadios vacíos. El gran patio de butacas de Javier Tebas sin un alma. La televisión emitiendo la obra teatral de algún que otro partido del increíble mundo de ayer. El fútbol huele al ambientador de después de la última función. Sobre las tablas se representa el drama. Un solitario balón que se nos antoja o la cómica bola de un presidiario de tebeo o una calavera. Claro que el verdadero drama se halla en los hospitales, en las residencias de ancianos que nos encogen el corazón (no olvidemos a los hijos de puta que insultaron y vejaron a nuestros viejos en La Línea). Pero no olvidemos tampoco el drama de la gran función que ha quedado parada.  Mucha mierda, se dice en la jerga del teatro. Pues va a ser verdad.