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“Lopera / (ejem) / tenemo’a Maradona”

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
27/11/2020

Resulta paradójico. Pero la actualidad suele presentarse como un giro, como un brutal escorzo hacia el pasado. Y aquí estamos, recreando cómo fue el año de Maradona en Sevilla y en el SFC. Deberíamos hablar del obligado presente, de la ola buena y espumosa que parece haber cogido el equipo con los triunfos ante el Celta y ante el Krasnodar en el Cáucaso alto. Deberíamos mostrar solidaridad por la dolorosa mala suerte que tiene Escudero con los huesos del brazo. Deberíamos hablar del partido del SD Huesca mañana en El Alcoraz, que tiene algo de ese mito eufónico, escénico y sentimental que siempre nos llevó a toda una generación a tomar al asalto y hacer nuestro el estadio de Las Gaunas en Logroño.

Pero no. El presente más rabioso nos lleva al pasado, al mundo de ayer. Qué cosas. Como Maradona en su capilla ardiente en la Casa Rosada de Buenos Aires, también nosotros nos metemos en el ataúd para recordar el cadáver que fuimos aquellos dos años, del 92 al 93. Fue la temporada en la que Maradona, el pibe de oro y del desdoro, la mano de Dios y el pie que pudo haber lavado Jesús en la Pascua judía, jugó aquí, en el SFC. Uno siempre sabe qué hacía cuando el 11-S, o el día del asesinato de Miguel Ángel Blanco, o en la víspera nerviosa de la primera final en Eindhoven. Cuando por fin llegó Maradona a fines de septiembre del 92, tras un verano de prensa y transistores, salimos al confuso encuentro con el astro, como patos sin cabeza y sin tener nada claro qué teníamos qué hacer y dónde debíamos estar. La Expo’92 se estaba acabando y comenzaba a pudrirse su maqueta. Uno frisaba ya los 22 años. Pero el zangolotino que aún nos habitaba no nos daba tregua. Por eso, hoy como ayer, cantamos ahora aquello de “Lopera / (ejem) / tenemo’a Maradona”. Era el pareado de los amigos y nos acordábamos, siguiendo las nobles tradiciones sevillanas, del equipo de la otra acera y de los intentos del inefable Lopera, el salvador del 92, por querer tentar a Maradona para llevárselo a su alucinógeno Taj Mahal en El Fontanal. El “ejem”, lógicamente, respondía y responde a un insulto que aquí no reproducimos porque todo el mundo sabe reproducirlo de memoria con la sonrisa cómplice del tiempo.

El caso es que uno casi vivió la llegada de Diego Armando Maradona a Sevilla con un pie cambiado fuera de la ciudad. Por entonces, servidor hacía la milicia de estudios en Navarra y no pudo vivir en directo en el Sánchez-Pizjuán los primeros partidos del astro ya declinante. Sí se nos había quedado indeleblemente grabado el día que se presentó en el palco de Nervión junto a Luis Cuervas, con su fichaje ya conseguido, y lo hizo ataviado, con su mujer Claudia y sus dos niñas, con un terno color teja o similar, y una melena acaracolada y horterísima, que hacía pensar más en un entrañable quinqui o en un cantaor del Potaje Gitano de Utrera.

Todo el mundo conoce el resto de la agridulce historia en Sevilla porque todo el mundo anda viendo ahora el reportaje que el Informe Robinson realizó en su día sobre el año maradoniano en la ciudad. Hay miles de estampitas que se nos vienen a la memoria con Maradona vestido de sevillista. Una de las más divertidas es la que lo muestra en un partido como capitán en el sorteo de campos junto al colegiado y el también añorado Carmelo, el del Cádiz, aquel Beckenbauer de la Bahía con bigote y pinta de funcionario del Registro.

No nos importa soportar la hipérbole de los argentinos que lloran al ídolo. Seamos indulgentes con el peronismo emocional. Maradona fue el más grande y punto. Y estuvo aquí. Ahora, en cierto modo, quien más y quien menos está con él, dentro de su ataúd, que es el nuestro también.