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"Por favor, no me cuente su vida"

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
17/09/2021

En su día, ejerciendo nuestro legítimo derecho a la misantropía, nos compramos una camiseta con un lema disuasorio. "Por favor, no me cuente su vida", se leía en la pechera. Creemos firmemente que la contradicción, igual que el asesinato o el pesimismo, es una de las bellas artes. Por eso nos predisponemos justo ahora a hacer lo contrario de lo que rogaba la camiseta. Vamos a contar a los lectores nuestra vida, al menos el insignificante y trivial pasaje de nuestra existencia que aconteció el pasado martes, mientras veíamos el partido de Champions del SFC en Zahara de los Atunes.

El acontecimiento –así nos gusta llamarlo– tuvo lugar bajo un cielo seriamente cabreado. El mar se teñía de un color híbrido, entre oliváceo y gris ferruginoso. Aquel heraldo de otoño precoz nos puso un tanto blandengues (quiere decirse insoportablemente bucólicos). En nuestro descargo, diremos que caímos presos de dos bellos y apoteósicos paisajes de la naturaleza. Por un lado, con el rabillo del ojo, veíamos la mar océana, cuyo horizonte se diluía por los contornos africanos donde emergía la patria de En-Nesyri y de Yassine Bono. Por otro lado, disfrutábamos por la pantalla del ordenador de la hermosa hierba y de las imágenes a vista de pájaro sobre Nervión. El himno de la Champions sonaba como el coro de las sirenas de Ulises. La felicidad –o su parecido– consiste en vivir la gracia de ciertos instantes. Éste fue uno de ellos. No tienen razón quienes dicen que de la dicha sólo tenemos el recuerdo y nunca la experiencia. No es así en absoluto.

Eso sí, a los pocos minutos de empezar el partido, el bienestar empezó a diluirse. La estupefacción y un nerviosismo cataléptico, por este orden, se fueron apoderando del primero al último de nuestros tendones. Ya conocen la historia: los cuatro penaltis pitados, el infantilismo del SFC, la insolente muchachada del RB Salzburgo, el rezo suplicante por que el partido acabara en empate, etcétera. La lluvia en plan antiguo hizo acto de presencia. Las imágenes se nublaron a través de la cota de malla del agua que caía a mansalva. El gran Ismael Medina comentó en directo que desde que tenía uso de razón no recordaba que hubiera llovido así en septiembre en Sevilla. Tuvimos otro rapto de nostalgia fugitiva.

De inicio a fin el partido discurrió entre a) el número circense y b) la demencia. La potencia y las fintas de Lamela, más algún que otro cabezazo sin tino, nos hicieron creer que íbamos a ganar de chamba en el manicomio del Ramón Sánchez-Pizjuán. No fue así. Se empató. Dijo algún santo de la cristiandad –no recordamos quién ahora– que para rezar bien hay que saber navegar mar adentro. Cumplimos con la mitad del trato. Esto es, rezamos lo mejor que pudimos, aunque el mar del tataki de atún seguimos viéndolo a distancia, con la cara paliducha y asustada de quien no sabe nadar. El empate a un gol supo a mucho. Más aún cuando supimos que los otros rivales del grupo, Lille y Wolfsburgo, habían empatado a cero. Recobramos poco a poco la templanza, mientras el sevillismo, mojado por la lluvia y los nervios, entraba en divertida erupción con mil y un debates acerca del estado actual del equipo. Falta rodaje, Jordán anda espeso de forma, el penalti se llama Diego Carlos, hay que hacer ya rotaciones, mucho fichaje y pocas nueces por ahora, etcétera.

Así discurrió, pues, el pasado martes y así, a modo de post-crónica del partido, le hemos contado nuestra vida al inocente lector. En fútbol la dulce serenidad o dura poco o simplemente no existe. Por eso nos puede ahora la ansiedad por ver de nuevo al SFC en San Sebastián. Pero esto será ya otra historia y, probablemente, será otro el que le cuente a usted su vida.