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Recen

Antonio Félix
Antonio Félix
01/02/2023

Como actividad creativa que es, el fútbol sufre a menudo de incomprensión. Desde fuera, todo parece sencillo. Los economistas consideran que no hay empresa más simple de gestionar y los aficionados saben detectar al buen jugador desde lejos. Quién no lleva un entrenador dentro capaz de decirle, por ejemplo, a Jorge Sampaoli lo que debería hacer. Resulta fácil identificar cuándo las cosas se hacen bien y, en cierta medida, se resta valor a quienes lo logran ante su aparente obviedad. ¿Qué mérito cabía reconocer al presidente José Castro más allá de ponerse en manos de Monchi? Y, sin embargo, como actividad creativa que es, el fútbol resulta cualquier cosa menos simple. Al contrario, deviene tan sutil, tan pendiente del detalle, que en ocasiones es difícil explicar el porqué de sus eclosiones y sus cataclismos. Sus propios protagonistas suelen ser víctimas de una perplejidad filtrada en razonamientos entre vanos y grotescos que cabrean al personal. Los motivos que se han venido dando al monumental desplome del Sevilla remiten a aquellas palabras con las que Víctor Hugo respondía a la pregunta de si era sencillo escribir poemas. "Cuando uno puede escribirlos, es muy fácil; cuando no puede, es imposible".

Después de dos largas décadas en las que hacer equipos maravillosos, ganar mogollón de títulos y generar dinero a espuertas pareció lo más sencillo del mundo para el Sevilla, este año le resultó imposible. ¿Por qué? No es fácil decirlo. Se supone que Castro hizo lo de siempre, contratar a Monchi, y éste también: firmar con los patrones que llevaron a considerarle, para muchos, como el mejor director deportivo del mundo. Y, sin embargo, desde recién comenzada la campaña se advirtió que incluso el abismo de Segunda era presumible. Es cierto que, desde fuera, el diagnóstico parecía sencillo: bastaba con firmar a cuatro o cinco buenos futbolistas para pasar el susto. Pero la solución resultaba contraproducente: al fin y al cabo, quien debía elegirlos era el mismo que había destrozado al equipo y arruinado al club en los últimos mercados.

Cerrado el zoco, y en general, se advierte cierta satisfacción que viene a sumarse a un arrebato de optimismo por los últimos resultados. Conviene detenerse un momento en este punto, únicamente asumible desde una perspectiva tremendamente emocional. Es común escuchar hablar del progreso del fútbol que el equipo de Sampaoli ha mostrado en los triunfos sobre los dos últimos de la Liga, Elche y Cádiz (éste, en el 90), e incluso en la pérdida de una semifinal de Copa frente a un titán como es Osasuna. De igual manera, se ha reconocido el pulso de Monchi para darle la vuelta al equipo con la compra del defensa Badé, el mediocentro Gueye (Reine-Adélaïde mediante) y los delanteros Ocampos y Bryan Gil, jugadores a los que, no hace tanto, se quitó de encima con indisimulada fruición. Falta tiempo para pronunciarse sobre la bondad de tales consideraciones. En estos momentos, ese alivio desmedido lo único que evidencia es el brutal grado de desesperación en que se había sumido el Sevilla.

¿Y qué nos espera, entonces? Bueno, el cuadro final que ha quedado (por utilizar la terminología del director deportivo) sigue siendo decepcionante. Pero, al menos, no parece  tan birrioso como para mandarlo al almacén de Segunda. Sampaoli, que se está mostrando como un entrenador hábil y decente, ya había conseguido volver a hacer al Sevilla competitivo, cualidad que había quedado seriamente dañada al final del pasado curso y completamente destruida en el inicio de éste. Es de presumir que, con sus nuevas armas, logre subir un nivel más y alejar al equipo del descenso, único objetivo razonable que acontece hoy. Pensar en alcanzar Europa resulta, sencillamente, absurdo. Confórmense con no volver a pasar apuritos abajo. Y recen para que no se resfríen Bono, Fernando y Acuña, ese traidor que no iba a volver a ponerse más la camiseta del Sevilla.