La penitencia
Me levanto y me voy
Víctor Fernández 05/04/2020 |
A estas alturas, todos hemos hecho nuestra particular estación de penitencia. No les hablo de lo que supone ver todos los sábados a mediodía al incompetente Presidente del Gobierno. Compartir la comida con este individuo es una tortura, más que una penitencia. Ni del confinamiento. Ni de la ausencia de fútbol, que tan mal lo llevamos. A estas alturas de reclusión, creo que todos hemos cumplido ya con nuestra sagrada estación de penitencia a la Santa Iglesia Mercadona.
Salí temprano con mi medalla pegada al pecho y pidiéndole al cielo que todo fuera bien. Por el camino más corto, sin entretenerme mientras caminaba y en el más puro silencio. No le dirigí la palabra a nadie y guardé la distancia de dos metros con el hermano que se dirigía también al mismo lugar.
Al llegar, guardé el respetuoso orden de entrada con mi bolsa en la mano, la mascarilla puesta a modo de antifaz y los guantes blancos. Los empleados y los guardias de seguridad se encargaron de revisar que llevara todo puesto tal como el Sagrado Libro de reglas del confinamiento obligan. A algunos hermanos tuvieron que buscarle unos guantes de urgencia en la trastienda. Si los dueños de Mercadona fuesen sevillanos, hubieran contratado a los diputados del Calvario para efectuar una función tan severa.
El recorrido por el templo se llevó a cabo con celeridad. Frente a los vacíos estantes donde habitualmente están los botes de alcohol y el papel higiénico, la genuflexión era obligada. Algún día esas estanterías volverán a estar repletas. Será la señal inequívoca de que todo ha vuelto a la normalidad. El camino de vuelta fue algo más pesado, pero se llevó a cabo con la misma celeridad. Sin tiempo para recrearme por el barrio. Al llegar a casa, doblé toda la ropa y ordené la mascarilla y los guantes. "¡Ahí quedó!", salió el grito desde mi interior. Hala, hasta la semana que viene. Este año, por lo menos, no nos dolerán los pies. Eso sí, recen todo lo que puedan.
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