Cabildo

Amargura de... San Julián

José María Pinilla
José María Pinilla
13/04/2024

En esta Sevilla cofradiera nuestra –gran marcha del maestro Gámez, por cierto–, no somos pocos quienes identificamos a otros afines por sus hermandades de pertenencia. Fulano es de la Estrella, Mengano es de la Macarena y Zutano es mucho de San Benito. Ojo a ese ‘mucho’, que implica que ha demostrado su arraigo públicamente y durante tiempo.

Precisamente es esta fidelidad a una corporación la que nos integra año tras año en su estación penitencial el día sacro que corresponda. A eso pocos quieren renunciar, ya que es la fecha esperada desde el anterior Domingo de Resurrección. Pero esa participación, como contrapartida y básicamente por aquello de que es imposible la bilocación, nos impide ver el resto de cofradías de la jornada. Es el peaje que pagamos, y ciertamente nos compensa estar con las imágenes de nuestra devoción, aunque un pedacito del corazón querría poder ser por un rato público para las otras hermandades.

Así, sólo nos queda esperar a alguna procesión extraordinaria –adjetivo este, como sabrán, cada vez más desprovisto de su significado en la actualidad– originada en alguna efeméride notable. Precisamente, centrándonos ya en el tema que queremos abordar, este 2024 se cumplen tres siglos del asentamiento en su actual sede de la hermandad de la Amargura, para lo cual en El Cabildo su hermano mayor nos detalló un completo programa de actos. Sin embargo, a dicho enclave arribó proveniente del templo en el que fue fundada casi tres décadas antes.

Un chivato cibernético nos ha alertado de que estos días se cumplen 325 años de la primera estación de penitencia de la Amargura. Válganos esta circunstancia como excusa para hablar de la ejemplar corporación del Domingo de Ramos, pero sin la intención de centrarnos en su esplendoroso presente. Por el contrario, sugerimos ir hacia atrás en el tiempo. Arranquemos el DeLorean y fijemos como destino aquel mes de abril de 1699.

Aterrizados en la Sevilla decadente de los estertores del siglo XVII, advertimos que aún quedan evidencias de la devastadora epidemia de peste bubónica de 1649, que se cebó especialmente en nuestra ciudad. Aun habiendo sido la capital comercial e intelectual del Imperio, las insuficientes medidas de salubridad y los estragos de las frecuentes crecidas del río habían generado el escenario idóneo para la propagación de la mortal plaga, que causó la pérdida de casi la mitad de la población hispalense. De esta guisa, la otrora referencial por su devoción hermandad de Nuestra Señora de la Hiniesta terminó suspendiendo su actividad penitencial por la radical reducción de sus miembros. Ante tal tesitura, en la feligresía de San Julián surgió una inquietud que terminaría fructificando en una nueva corporación, que, desde estos primeros años, centraría su devoción en los pasajes del Señor despreciado por Herodes y la Virgen Dolorosa. La vecindad del taller del maestro Roldán con la iglesia de San Julián nos permite fantasear sobre su previsible implicación en la hechura del Cristo que, humildemente, soporta la ignominia del vanidoso tetrarca.

Años más tarde, la precariedad del entorno y la cesión de una capilla por parte de la bien situada familia Esquivel propiciarán que la joven hermandad arraigue en San Juan de la Palma, al otro extremo de la calle Feria. Precisamente este año, como se ha dicho, se conmemoran tres siglos de aquello. En dicho enclave, con el paso de los siglos, será donde termine definiendo el canon que hoy la tiene por bandera de la esencia cofradiera, pero nunca sabremos qué habría sido de aquella primitiva hermandad de haberse perpetuado entre los muros gótico-mudéjares próximos a la Puerta de Córdoba. ¿Habría perdurado? ¿Se habría asimilado a la de la Hiniesta Dolorosa que renació a finales de la centuria decimonónica? ¿Continuaría haciendo estación penitencial el Domingo de Ramos? ¿Se la imaginan once horas en la calle y saliendo a mediodía? ¿Sería el Silencio Blanco o mantendría otro espíritu menos riguroso?

Nadie puede afirmarlo, por lo que, complacidos en la felicidad de nuestra ignorancia, damos gracias al cielo por habernos regalado a las dos hermandades, que, aun compartiendo tan fuertes vínculos en el pasado, han desarrollado cada cual su propia personalidad y ofrecen algunas de las estampas definitorias del domingo más soñado en el calendario.