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La primera caricia de la nostalgia

Mi Semana Santa (I)

Bernardo Ruiz
Bernardo Ruiz
05/04/2020
El Domingo de Ramos es el día de la chavalería y la luz de la Borriquita”

Con apenas 16 años y sin la certeza de qué significaba en aquel tiempo la genuina idiosincrasia de Andalucía recorrí 56 kilómetros por la N-432 para refugiarme en la soledad de una Semana Santa, la de Nueva Carteya, diferente a la de mi Córdoba de cuna y alma. Sin miles de flashes impactando en el rostro del Señor y sin el guiño de amigos y familiares como aliados para cruzar la ciudad y alcanzar el momento único. Como cuando ojeo el mapa de carreteras en busca de aquel campo peculiar. Diferente. Hoy, la sección de fútbol modesto entrega el protagonismo a la otra Semana Santa.

Aquel Jueves Santo de 2002 inauguré una tradición que, con el tiempo y gracias a mis ahorros anuales -unos años escasos y otros, por qué no admitirlo, curiosos-, ha sido santo y seña de mi forma de interpretar Andalucía. 50 Semanas Santas diferentes en mi cuaderno de ruta adornan una curiosa forma de descubrir la celebración por antonomasia de nuestra tierra. Con la maleta repleta, el neceser de estreno y decenas de programas de mano y revistas para desvelar el enigma de la fiesta autóctona como guías de la excursión. Para apreciar la humildad. Para interpretar qué significa el anonimato y el cariño lejos de los focos. Como en el fútbol, una Semana Santa sincera. De pueblo. De su gente. 

Desde hoy y hasta el Domingo de Resurrección, y siempre que usted, querido lector, acepte, descubriremos en Muchodeporte diferentes formas de interpretar la Semana Santa y desvelaré cuál era mi plan frustrado para la de 2020, la del desgarro en el alma. 

Mi Domingo de Ramos de 2020 

Hoy, y quizás mientras se entretenga en leer este artículo, habría recorrido junto a mi pareja la A-49 para acariciar el sol y la sal de Huelva. En la ciudad del Recre, el Decano, y las Colombinas, el Domingo de Ramos nace tras la sobremesa. El plan era fácil. Tempranito en Paco Moreno, que no acepta reservas y que se enclava en pleno Paseo de la Independencia, para degustar pescaíto fresco. Y luego, la fiesta de la luz y el color después del café en Le Petit, nombre francés y sabor a mar en cada rincón huelvano. De esa Huelva moderna que camina cual Cirineo cautiva de la devoción a la Victoria y la Esperanza, sus dos Reinas del Miércoles Santo.

Pronto, muy pronto, hubiera notado la emoción innata de una tierra diferente en el Porche de San Pedro, desde donde, en una especie de atalaya física caprichosa, reinan el Señor de la Entrada Triunfal en Jerusalén y la Virgen de los Ángeles, tierna belleza de manto azul y flores blancas. El Domingo de Ramos es Huelva en su justa medida, Mutilados, una cofradía fundada por mutilados en la Guerra Civil, en la Cuesta del Cristo de las Tres Caídas ya de regreso, la Redención junto al Asilo y la Santa Cena en su barrio. Una zona, el Barrio Obrero, que es una especie de pueblo y que ahora será más pueblo que nunca a causa del confinamiento y la necesidad del alivio del prójimo.  

Mis recuerdos de Domingo de Ramos

Desde niño, mi Domingo de Ramos era la luz de San Lorenzo durante la salida de la Borriquita. Aquella Córdoba rica en platería pero huérfana de joyas. Aquella ciudad de raza mora, árabe, cristiana y hasta visigoda que luce de etiqueta cuando el gentío se aposta ante el Rescatado en el cocherón anexo a los Trinitarios. En el Jardín del Alpargate y a unos metros del puesto de caracoles cocinados a los mil estilos, santo y seña de esa urbe de tradición culinaria.

El Domingo de Ramos de mi infancia era el Señor de las Penas, el Gitano de túnica elegante, y la Esperanza, la belleza de tez tostada, en Enrique Redel y el Rescatado por Frailes. Era mi tierna mirada hacia el Cerro cuando la Encarnación, piropo de mi padre, ascendía por Claudio Marcelo al ritmo de sus costaleras y mi rezo callado hacia el Compás de San Francisco con el Huerto. Y la admiración a las torrijas en San Pedro mientras Jesús de las Penas se apresuraba a ganar metros camino de la Corredera. Mi Semana Santa eran la compañía de mis padres, una cordobesa devota de la Virgen de los Dolores y un madrileño que se autodenomina agnóstico pero que siente en la soledad de su cuarto la devoción más sincera hacia Dios, y las revistas de Alto Guadalquivir en la Carrera Oficial.    

Hasta que me atreví, ya en mi hogar de Sevilla, a burlar a las bullas para rezar ante la Amargura a la ida y sentir el crujir del paso del Cristo del Amor en el silencio de la noche. Sevilla es, para cualquier cofrade de Andalucía, la cuna, la fuente y el manantial. El Alfa y el Omega de la Semana Santa, aunque los años han cultivado en mí una búsqueda de la fe en la más absoluta intimidad. Lejos de amigos y apreciando la lágrima en el ojo ajeno. Así es como aceptas que Dios es más del Sur que nunca.

Mi primer viaje en Domingo de Ramos, el día del bautismo, fue en 2010. Con 24 años. A Jaén, una de las ciudades más impactantes y desconocidas de Andalucía, y para descubrir la belleza de la Estrella en Pilar de la Imprenta, el sentimiento de la Cena en el lejano Peñamefecit y la recogida del Huerto y la Virgen de los Desamparados, una Virgen que reina en un palio rojo, sencillo, coqueto, raso y hasta diminuto. Jaén me cautivó. Y me cautiva. Siempre. Jaén es Jaén. La tierra del olivo y el cariño sincero. La del Abuelo, mi Jesús de los Descalzos, y la Esperanza. Y repetí en 2012. ¿Qué comer y dónde? Fácil acertar. Bagá, Dama Juana o Mangas Verdes.

Con 34 años y cientos de pueblos recorridos, el Domingo de Ramos es especial en los cuatro puntos cardinales de Andalucía. En Ronda, donde en 2011 descubrí la quema de romero en los calderos de los gitanos antes de la salida de su hermandad y la zancada larga del Prendimiento, Almería, donde la Virgen de los Ángeles derritió la Calle de las Tiendas con su elegante caminar y Las Regiones fueron más vecindario que nunca con la Estrella en 2017, o Écija, donde fui testigo de la primera salida procesional del Olivo y del impactante rezo del Cautivo en la Calle Santa Ángela de la Cruz en 2018. Y Granada, mi Graná, una ciudad irrepetible en la que viví mi último día de palmas. Una tarde de mil recuerdos y una estampa única: la Virgen de las Maravillas ya de recogida. Con el sonido del discurrir del agua por el Río Darro mientras su palio de cajón avanzaba al ritmo de marchas clásicas. Y ahora entiendo que es mi último recuerdo de Domingo de Ramos. Curioso capricho.