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Presunto culpable

Antonio Félix
Antonio Félix
07/02/2024

Pensaba comenzar este artículo poniendo por delante mi insoslayable respeto por la mujer, sus derechos, su vida. Mi repugnancia por cualquier forma de agresión hacia ella, sea la que sea. No lo haré. No porque no lo sienta, sino porque me irrita tener que afrontar cualquier debate invocando una previa presunción de inocencia. Pidiendo disculpas de antemano por sacar el tema. Vamos a hablar de William Carvalho. Y que sea lo que Dios quiera.
 
Esta semana supimos que el futbolista del Betis fue acusado de un presunto delito de violencia sobre la mujer, de índole sexual. Que, dentro de las pesquisas de un sumario que se inició en agosto, el martes prestó declaración judicial. Y que fue puesto en libertad sin medidas cautelares. Hasta aquí todo lo que sabemos y lo que, probablemente, deberíamos saber hasta que los tribunales dicten nuevas resoluciones. Lo que se podía saber a través de las mesuradas informaciones de éste y otros medios. Para algunos, sin embargo, era demasiado poco. En particular para el diario que ofreció la exclusiva, que decidió ilustrarla con reiterados titulares, a cual más escabroso, tras los cuales venían a repetirse los mismos datos, todos notoriamente infamantes del aparente agresor. Un manual perfecto del amarillismo más repugnante, escudado en este caso en la demagogia del clima social. No quiero ni pensar en lo que se diría en la porquera de las redes o en el zorrerío de la tele del corazón, escenarios que, para gloria de mi salud mental, abandoné por completo hace años. Imagino, en cualquier caso, que el grotesco circo de la vileza se habrá encendido con puerco entusiasmo.
 
Conviene detenerse en este primer punto, el tratamiento mediático de casos como el que nos ocupa. Hoy más que nunca, parece evidente la necesidad de un código deontológico estricto en los medios y un reforzamiento de las medidas judiciales para resarcir de sus excesos a las víctimas. A todas. A la mujer que fuera agredida, desde luego. A la persona que sufriera una injusta acusación, también. Hay quien verá esto como un ataque a la libertad de información, pero éste es un derecho no más básico que el de la intimidad y el honor de las personas o su facultad para acceder a un proceso judicial justo, imparcial y con todas las garantías. Es discutible que eso hoy acontezca en medio de tal agitación social, cuando ruge la marabunta. Mejor dicho: probablemente suceda, pero, vistas las consecuencias, en muchas ocasiones no lo parece.
 
Podemos recordar, al respecto, el caso de Rubén Castro. Recuerdo las miradas iracundas de mis entonces compañeras, y amigas, en la redacción cuando aludía al respeto del indispensable derecho a la presunción de inocencia. No digamos cuando alertaba de los lugares oscuros de la acusación. Recuerdo a gente sensata, sutil y valiente presa de la más ciega obstinación, alineada en un terrible pensamiento único. Y me recuerdo, a mí y a todos, ajustándonos la mordaza, esquivando el debate y eludiendo el dolor de cabeza. Han pasado muchos años desde entonces, y no veo que la situación haya progresado mucho. Lejos de tratar estos asuntos con educación y mesura, con cuidado de los ángulos de complejos prismas, se impone el reduccionismo, la autocensura y un extremismo que no creo haga bien a nadie.
 
En el caso de Rubén Castro fue así. No se lo hizo a la mujer, que tuvo que sufrir insultos de todo tipo en las redes, particularmente asquerosos y vejatorios por parte de un sector de los ultras del Betis que corearon en el mismo estadio. Y, por descontado, tampoco se lo hizo al futbolista, que debió abandonar la Liga y emigrar a China, huyendo de la presión social. Con el tiempo volvió y fue absuelto de todos los cargos, algo que hoy muchos no recuerdan o no quieren recordar. En buena medida, Castro soporta de por vida una condena que, en realidad, nunca ocurrió.
 
Deberíamos aprender de la experiencia. Y, aunque nos duela la cabeza, hablarlo. No hay que perder de vista que, en estos casos, la víctima casi siempre es la misma, la mujer. Pero ese casi siempre es algo que tiene que dictaminar un tribunal en un juzgado, no una muchedumbre en una plaza pública. Por eso deberíamos olvidarnos ahora de Carvalho y de la chica agredida hasta que los jueces dictaminen las penas y resarcimientos que se merecen. Es hora de volver a comportarnos, todos. Tal vez un deseo quimérico en este bruto país tan regocijado en sus cazas de brujas.