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Lopera y los presidentes ‘sui generis'

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
26/03/2024

Don Manuel Ruiz de Lopera agotó todo lo que el término inefable podía significar en la ‘carajicomedia’ (Juan Goytisolo) del fútbol y sus alrededores sociológicos. El DRAE nos dice que inefable, del latín ‘ineffabilis’, es “aquello que  no se puede explicar con palabras”. Aplíquese lo inefable a varios de los rasgos que lo definieron como persona, imposible de disociar de su condición de personaje. Inefable fue su peinado, de un lacado sin igual. Inefables fueron sus ternos, con sus chaquetas –a veces de colores indecibles– y sus dos eternos escuditos en los ojales del Gran Poder y del Betis. Inefables fueron sus dejos, sus dichos y su léxico sin igual (recuérdese aquel gazpacho magnífico, el del ‘Llérida’, unión de Lérida en castellano y Lleida en catalán). Inefable fue el interior de su morada y casa-palacio del Fontanal (entre la decoración de El Corte Inglés, la santería de una hermandad pirata y el ‘kitsch’ más asombroso).

Hasta su peculiar fotogenia, con sus loperianos ademanes, llegó a ser inefable, lo que lo convirtió, décadas después, en divertimento viral para memes sin fin (puso su rostro, como último servicio, al Resucitado del cartel de Salustiano). Nada de esto falta el respeto a su memoria. Al revés. Lo reafirma como persona histórica y entrañable de un tiempo, ay, ya perdido. Muchos sevillistas han sentido incluso su pérdida. Su marcha ha traído algo más que orfandad en un Domingo de Ramos triste y mojado. Cuando se van las personas que han formado parte de nuestras vidas, sentimos eso tan poético pero tan lúgubre de que el tiempo nos alcanza.

Sin duda, Lopera forma parte del Museo de Presidentes Imprescindibles en la historia del fútbol europeo. Como ya vimos por Movistar + en el documental ‘La Liga de los hombres extraordinarios’, su nombre está unido a aquellos presidentes sin los que no se entiende la época aquella de la España del pelotazo y los excesos groseros. Los Jesús Gil, Caneda, Lendoiro, Gaspart, Ruiz Mateos... Fallecido en 2002, Luis Cuervas, otrora presidente del Sevilla (colega y rival de Lopera), no sale obviamente en el documental; pero sí José María del Nido Benavente, aquel “Sr. Benavente” loperiano, entonces vicepresidente del Sevilla, y que ayer, muy honorablemente, expresó de forma personal sus tanatóricas condolencias a allegados y familiares del difunto.

A nivel español y europeo, Lopera forma parte de la excelsa galería de presidentes estrambóticos. La mayoría de ellos acabó vinculado con asuntos relacionados con delitos societarios de embrolladas causas no aptas para profanos. De entre la liga de aquellos “hombres extraordinarios”, han quedado algo en el olvido dos sujetos que se ajustan perfectamente a la era del disparate y el latrocinio en el fútbol. El olvidado presidente del Valencia, Juan Bautista Soler, adalid del pésimo gestor, estuvo acusado –finalmente quedó absuelto– de participar en una trama para secuestrar y extorsionar económicamente a Vicente Soriano, también presidente de la entidad valencianista. ¿Recuerdan a Dmitri Piterman? Dícese de aquel extraño sujeto horteril y demediado para todo, mitad estadounidense y mitad ucraniano, empeñado en ejercer también de mitad presidente y mitad entrenador, pese a sus notables carencias técnicas. Amenazó en público a un jugador del Alavés, creó un agujero económico pendiente de litigio y llegó a posar desnudo para ‘Interviú’.

Ruiz de Lopera encajaría más en la nómina de presidentes polémicos, pero hechos a sí mismos en lo monetario, sin cultura pero con una listeza providencial, forjada desde abajo y caracterizada por una genuina alergia personal al gasto. Silvio Berlusconi, con su Milán victorioso de los 80 y primeros 90, obedece a un patrón en parte parecido: empresario de éxito, emergido de la nada y reflejo de la incultura mediática que lo vuelve popular y admirado hasta su caída. En la acera opuesta, la del Inter de Milán, muchísimo más desconocido fue Ivanoe Fraizzoli, propietario de la homónima manufactura milanesa de uniformes militares y delantales para vendedoras y criadas. Fue presidente del Inter de 1968 a 1984 (el perfume algo loperiano en torno a los uniformes y delantales nos hace traerlo a colación).

Otros presidentes inolvidables del fútbol europeo integran la más divertida fauna acaparadora de biografías y titulares rocambolescos. He aquí algunos aguafuertes. Ivan Savvidis fue aquel dirigente greco-ruso del PAOK de Salónica que en 2018 decidió bajar armado al campo para amedrentar al árbitro en un partido contra el AEK de Atenas (la liga griega estuvo suspendida casi un mes). Dirigente del Wimbledon y presidente vitalicio también del Cardiff City, el empresario libanés Sam Hamman protagonizó distintos episodios para jolgorio de la prensa deportiva británica (de entre sus estrambotes se recuerda que obligó una vez a un jugador a comer testículos de oveja para poder ser fichado). Otro nombre asociado al exceso y la verborrea salida de tono es el del rumano George Becali, actual propietario del Steaua de Bucarest. Está vinculado a la ultraderecha rumana, ha negado el Holocausto y más de una vez ha soñado con un mundo libre de homosexuales. Todo un partido (y más allá del fútbol).

De atuendos llamativos y cabellera alegre y libérrima es Massimo Ferrero, singular empresario inmobiliario, vinculado también al negocio del cine. Ejerció de presidente de la Sampdoria hasta 2021, cuando fue enchironado por su relación con la quiebra fraudulenta de empresas (sus problemas con el fisco y sus declaraciones de corte racista lo convirtieron en otro clásico en los ambientes).

Hace casi diez años que nos dejaron dos presidentes harto pintureros. No en el sentido textil de gusto loperiano, pero sí en cuanto a su condición de personajes inefables. Uno de ellos fue Luciano Gaucci, presidente del Perugia italiano (1991-2014), propietario también de una de las cuadras equinas más afamadas de Italia. Entre su biografía de hechos notables destacan el día que decidió echar del Perugia a un jugador surcoreano (Corea del Sur había echado a Italia en el Mundial asiático Corea-Japón de 2002), y, como segunda perla, el día que decidió fichar como jugador del equipo al inepto hijo de Muamar el Gadafi, Al Saadi Gadafi. Gaucci murió entre la brisa caribe, en Santo Domingo, donde se hallaba huido de la justicia italiana, acusado, como Ferrero, de bancarrota fraudulenta.

El otro presidente pinturero, literalmente, fue el también fallecido Ratko Butorovic, empresario montenegrino, apodado Bata Kan Kan, cuyos atuendos con gorras y chándales tuneados lo convirtieron en uno de los ‘viejóvenes’ con peor gusto del mundo. Fue empresario hotelero y presidente del FK Vojvodina de Serbia. Vinculado en ocasiones con el crimen organizado de Montenegro (de peculiar y autóctona escuela de matones), fue acusado de amaño de partidos dentro de una causa general contra la corrupción en el fútbol serbio. Sus fotografías con los citados atuendos lo convierten en genio y figura entre los dirigentes del fútbol europeo. Digno, por tanto, del citado Museo.

No hacemos recuento aquí de los virreyes del petróleo ruso de antes de la guerra en Ucrania porque la crónica se haría interminable. Pero más en la onda loperiana (amor a unos colores y hacer de un equipo una patria chica con fines salvíficos), sí destacamos al canadiense y empresario del lácteo Joey Saputo, del Bolonia, y Rocco Commisso, magnate de la televisión por cable y propietario de la Fiorentina desde 2019. Ambos reflejan la figura del inversor a la italiana, la del emigrante que hace fortuna en ultramar y regresa al vínculo consanguíneo de los suyos con la compra de un club de fútbol.

A Manuel Ruiz de Lopera le dedicaron un pasodoble entre pagaré y pagaré y su amor mesiánico al Betis. Es autor de una biografía hecha de humor, anecdotario e inevitables claroscuros. Descanse el inefable. Descanse en paz.