Paz

Antonio Félix
Antonio Félix
20/01/2022

Poco después se reanimó el Sevilla. Y deslumbró el Betis. ¿Mas de verdad creéis que hay algo que celebrar? Debería daros vergüenza.

Ni éstas ni cien victorias habrían de hacernos pasar página de lo ocurrido en el derbi, un espectáculo patético y vil que dejó una imagen infame del fútbol sevillano justo el día que todo el país podía disfrutarlo en abierto. Debía haber sido una gran fiesta, y, de repente, lo que aconteció fue un terrible salto en el tiempo, una vuelta a las cavernas de principio de siglo, donde los derbis eran aquelarres en los que cualquier maldad tenía lugar: un botellazo a Juande, un loco saltando a por Prats, un salvaje linchando con su muleta a un guardia de seguridad, un palo (sí, otro) lanzado a Olivera… Una de las primeras ocurrencias que tuve cuando, allá por el 99, llegué a trabajar a la ciudad, fue entrometerme en la hinchada del Betis para acudir a un derbi en el Pizjuán. Nos citaron en la Torre del Oro y desde allí partimos rodeados por un batallón de policía que igualmente esquivó como pudo la lluvia de botellas y piedras en que se convirtió aquello al llegar al estadio. Veía agentes cargando, radicales zumbándose, padres corriendo mientras protegían con su cuerpo a sus críos… Lo escribí entonces, y lo mantengo ahora: créanme, fue un verdadero milagro que en aquellos años nadie muriera en un derbi.

Costó mucho superar eso. Pero se logró. Fue otra muerte, la de Antonio Puerta, la que terminó de reconciliar a las dos aficiones. La del Betis mostró un señorío realmente espectacular, acompañando en su duelo a sus hermanos del Sevilla. Manuel Ruiz de Lopera y José María del Nido, que hasta entonces no habían sido precisamente adalides de la paz, la sellaron con un abrazo simbólico y universal. Ya antes se habían dado pasos en firme hacia la calma, abogando por la sensatez y actuando con responsabilidad ante una escalada de violencia que, sencillamente, se les había ido de las manos. El Espíritu de Puerta inauguró una etapa de feliz fraternidad. Los derbis siguieron siendo apasionantes, hermosos y febriles. Sólo dejaron de ser violentos. Hasta hoy.

No me extenderé sobre las razones de esta vuelta a las andadas. Son las mismas de siempre: dirigentes incendiarios, patrañas conspiranoicas, radicales cebados, futbolistas descerebrados… Todos sabemos lo que ocurrió el sábado en el Villamarín y todos conocen su responsabilidad, que desde luego no es igual en un bando y en otro. Pero ya está. No creo que sea el momento de más acusaciones, sino de una inmediata y firme reconciliación. Es el paso que dio Ramón Rodríguez Monchi con su discurso y el que emprendió el presidente Ángel Haro solicitando “altura de miras” a los dirigentes de uno y otro lado. Lo ocurrido no es ninguna bagatela, es un aviso. Es el síntoma de una enfermedad, la del odio, que devora todo lo que encuentra a su paso. Y en un mes, no lo olviden, tenemos otro derbi en el Sánchez Pizjuán. Por eso no hay lugar ahora para el reproche ni, mucho menos, la celebración, pues no queda tiempo que perder en el pacto, público y sin ambages, que reconduzca las relaciones entre dos fantásticas instituciones, dos clubes que deberían ser motivo de orgullo y alegría para el fútbol español, y no de la asquerosa vergüenza que vuelven hoy a dar.