Pasolini y la patochada de Nervión

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
08/10/2022

En este año de autos, entre otras cosas no tan lamentables, se celebra el centenario de Pier Paolo Pasolini (1922-1975). Excelso cineasta, ensayista heterodoxo, novelista de los márgenes, tocanarices y… gran amante del fútbol. Altamarea Ediciones ha editado ‘El fútbol según Pasolini’, escrito por Valerio Curcio. Se repasa aquí la faceta balompédica del intelectual italiano (azote de la Democracia Cristiana y dolor de cabeza del PCI), quien fuera apaleado y asesinado en una playa de Ostia, cerca de Roma. Conocía ya uno la vena futbolera de Pasolini. Su amor por el Bolonia, su ciudad natal, lo llevó a vestir varias veces su indumentaria de calzón albo y camiseta azul y granate. Le encantaba ver fútbol y, sobre todo, jugar al fútbol. A menudo lo hizo en partidos como futbolista aficionado (debutó como joven amateur en el Juniors Casarsa, en Friul, el pueblecito de su madre Susana). Casi nunca decía no a jugar un encuentro entre amigos, estuviera filmando o no una película. Con los años disputará muchos partidos en la por entonces llamada Selección Nacional de Artistas.

Sin embargo, como se decía, lo que más le gustó fue jugar partidos improvisados con chavales, casi todos ellos marginales, criados en la periferia romana, lo que lo llevaba a disputar partidillos en eriales y descampados. Cualquier terreno inculto de aquella Roma de posguerra le valía. El fútbol, además, le servía como antropología social de los miserables. Todo ello lo recoge con fidelidad la película ‘Pasolini’ del gran Abel Ferrara, con Willem Dafoe espléndido en su reencarnación pasoliniana. Igual que la célebre cita de Albert Camus (“Todo lo que sé sobre los hombres se lo debo al fútbol”), Pasolini también nos ha dejado varias perlas para la gubia y la marmolina. “El goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año”, dijo en una ocasión. “Ser seguidor de un equipo de fútbol es una enfermedad juvenil que dura toda la vida”, dijo en otra. Rescatamos también esta otra frase, que es la que ahora nos sirve de percha para escribir la presente: “El fútbol es la última representación sagrada de nuestro tiempo. Es rito en el fondo, y es evasión”.

A su parecer, en aquel fútbol cincuentero, sesentero y setentero de su época, el espectáculo del balón había sustituido a otros ritos sagrados, pero ya decadentes (la misa, el teatro, incluso el cine). El fútbol venía a ser el rito vivo de la carne: era la víscera que unía a la grada con la musculación en movimiento de los artistas sobre el césped (porque esto era el fútbol para Pasolini: danza y músculo del cuerpo libre y móvil).

El tono intelectual podrá parecernos pedante o directamente infumable (sobre todo si uno no está para exquisiteces en la hora del desayuno). Pero Pasolini, cuña intelectual aparte, iba a los partidos de fútbol y le gustaba mezclarse con la grada como el gran aficionado que fue. Era un hincha, uno de los nuestros, como quien dice. Describía los gestos, la jeta de los seguidores, sus aspavientos, los corifeos que escuchaba sobre el pentagrama caótico de las gradas. Una vez ejerció de cronista deportivo en un derbi romano de 1957 entre la Lazio y la Roma, disputado en el estadio Olímpico. Era el mismo estadio al que acaban de asistir los béticos con ocasión del partido de Europa League contra la Roma de Mourinho. Del coliseo han salido victoriosos (el giro de cuello de Luiz Henrique en su gol de cabeza, raro pero plástico, ejemplifica la estética que concebía Pasolini: danza y músculo del cuerpo libre y móvil).

En aquel derbi del 57 describió el friso de proletarios, burgueses, apasionados y desencantados, nativos e inmigrantes que hicieron de su crónica en el olímpico de Roma un tratado social –incluso racial– de igual calibre que el hizo Lombroso sobre las razas del mundo según se fuera blanco, negro, amarillo o piel roja. Detestaba Pasolini, eso sí, el tipo de hincha al que él llamaba como “napolitano” (los hijos de Nápoles carecen de padrinos en Italia). Dícese del seguidor irracional, tan enloquecido por sus colores, que no escucha nada ni a nadie, negando lo evidente. El “napolitano” es el hincha que “tiene una parte del cerebro (la principal) separada de las otras, y es capaz, cegado por la iluminación carismática, de tener un solo, fijo, inmutable pensamiento”.

Todos hemos sufrido más de una vez uno de estos hinchas de tipo “napolitano”. Ya sea en el estadio (con los nuestros o rodeado de enemigos en territorio hostil). Ya sea en un bar o en casa, con invitados que, de pronto, nos resultan inaguantables (aguantarse a uno mismo ya es suficiente). El “napolitano” es aquel forofo que nos molesta con sus gritos, juicios y comentarios, que suelen ser diametralmente opuestos a los nuestros. Pero el “napolitano” es, sobre todo, el seguidor cegado, que sólo ve cómo juega su equipo, sin atender al rival en su pormenor físico y táctico. Habrá visto miles de partidos, pero no sabrá nunca nada porque no comprende nada ni quiere comprender nada siquiera.

A veces, el “napolitano” ofrece otra variante. Es también aquel que cree formar parte de la mejor afición del mundo, porque nadie anima como los seguidores de su equipo, aunque no sepa nada de aficiones ni de mundología futbolera en otros estadios, en otras sociedades, en otras ligas (esas coreografías alemanas entre público y jugadores, por ejemplo; o esos abrazos en hermandad, al turco modo, pero de espaldas al campo). Todos profesamos en cierto modo la religión del fútbol. Pero uno detesta al hincha “napolitano” de hoy, el que cree que su club y su afición es más religión y más sentimiento que la de los demás. El uso de las redes sociales ha hecho recrecer como nunca al necio hincha de estilo “napolitano”. Pasolini se ha librado de la gran organización de la estupidez mundial, como decía el fallecido Javier Marías (gran aficionado al fútbol también).

No sabe uno si hoy, en 2022, el fútbol de ahora sigue siendo superior en rito a la misa y al teatro. Nos asiste la duda. La eucaristía tuvo tal vez su última representación con la mano de Dios de Maradona. Del teatro, no obstante, habría que comparar real y figuradamente el teatro de las tablas que hoy se ofrece en el Lope de Vega o en la apuesta de vanguardia del Central con el teatro o teatrillo que se prodiga en nuestros estadios. El último teatrillo, escenificado en Nervión, ha sido paródico y esencialmente ridículo: Monchi acompañando a Lopetegui en su último vahído sobre el césped. Bajo el efecto lacrimógeno, Monchi se ha creído, sin saberlo a la vez, más personaje que persona. Volviendo a Pasolini, nada de esto puede ser representación sagrada de nuestro tiempo. Ni es rito ni es evasión. Es pura patochada.