El público cuando era "respetable"

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
02/04/2024

Hace ya muchísimos años que el escritor y madridista confeso Javier Marías se preguntaba si tenía sentido seguir llamando "respetable" al público de los estadios de fútbol. Era una anomalía llamar "respetable" al que hacía tiempo había dejado de serlo. Eso fue hacia los 90 del pasado siglo, cuando yo leía a Javier Marías sin pensar demasiado en que era un madridista no poco altivo. Pero tenía razón. Aquello del "respetable" era una expresión hecha y genérica muy común en el periodismo deportivo de antaño. Tenía que ver con el hecho incontestable de que quien pagaba una entrada podía comportarse en la grada como le diera la real o republicana gana.

Se decía entonces –y se sigue diciendo hoy– que el "anonimato de la masa" favorecía en uno la impunidad. Diluido entre la mara, se podían echar fuera y exhalar los demonios propios con insultos y gestos soeces. Todo esto viene a cuento de los dos nuevos episodios de racismo que se han vivido en el fútbol español. El portero senegalés del Rayo Majadahonda, Cheikh Sarr, estalló contra la grada del Sestao River, cansado de escuchar improperios y mofas del público situado tras la portería. Y ya saben que al sevillista Acuña lo identificaron en Getafe como un descendiente del mono –¿y quién no lo es, idiotas?– y al entrenador Quique Flores le recordaron su sangre gitana.

En este último caso ha tenido lugar algo así como una vuelta, si así puede decirse irónicamente, al bucle sentimental de la xenofobia en la Comunidad de Madrid respecto al Sevilla FC y a sus seguidores. Todo el mundo recuerda los célebres madrigales que en el viejo Vicente Calderón dedicaban a los sevillistas y, por extensión, a los sevillanos que acompañaban al equipo en los graderíos. "Sevillanos, yonkis y gitanos" era el grito cantado a corifeo por el respetable público, lo que dio título al libro homónimo de José Lobo dedicado al Sevilla en la indispensable colección 'Hooligans Ilustrados' de Libros del KO. En rechazo y odio, como ocurre respecto al Nápoles en Italia, los sevillanos y sevillistas no llegan a ser hoy por hoy los napolitanos del sur de España. Pero no es un delirio pensar que podrían llegar a serlo un día.

Estos casos de racismo vuelven a dar que pensar sobre si el público de antes era más ineducado y abiertamente indecente o no que el de hoy. Tengo mis dudas y, sinceramente, me ahogo en ellas. Recordaba ahora Lucía Taboada, en relación a lo acontecido en Getafe y Sestao, el caso del inglés Clive O'Connell, un abogado de aspecto formal, digno en apariencia de tu total confianza, y seguidor temperamental del Chelsea. Hace unos años, delante de las cámaras, dio rienda suelta a sus demonios del 'weekend' y, al término de un partido en Stamford Bridge, llamó "escoria" con todos sus esputos a los seguidores del Liverpool. El abogado fue despedido de su trabajo. Uno está de acuerdo en casi todo lo que ha sugerido Lucía Taboada sobre lo peor que el fútbol saca de nosotros mismos. Y comparto, sobre todo, su reflexión última. No debemos ser cínicos. El fútbol no es el único problema. Basta con entrar en cualquier red social para comprobarlo. Ahora, por otra parte, que se hace balance de la pésima Semana Santa de este año, una de las conclusiones que extraen los articulistas de la cosa es la de la ineducación cada vez mayor por parte del público, reflejo de la crispación y de las redes sociales que se convierten en pocilga.

Racismo, violencia y transformación salvaje de las personas. Sobre si lo que rodea al fútbol es peor hoy que ayer daría para un debate largo y seguramente poco o nada fructuoso. El hooliganismo de ayer se mira en el de hoy, que ha adquirido quizá una repercusión mayor en la era de la hiperconexión. Retengo en la retina dos sucesos acaecidos recientemente en el fútbol internacional. En un reciente Trabzonspor-Fenerbahçe (sin duda uno de los duelos más asilvestrados del fútbol en Turquía), pudimos ver cómo los hinchas radicales de la antigua Trebisonda saltaron al campo para agredir a los jugadores del Fenerbahçe que celebraban su victoria en el césped al término del partido. Los agredidos del equipo estambulí también se emplearon contra los hinchas, de modo que se produjo una monumental batahola final. Cinco radicales del Trabzonspor han sido enviados a prisión preventiva. Pero lo inaudito fue que el presidente del club del Mar Negro, Ertugrul Dogan, tras admitir lo inaceptable de su hinchada, también exigió penas y sanciones a los jugadores del Fenerbahçe por agredir a sus aficionados. Son las cosas del fútbol turco, donde lo rocambolesco adquiere una cualidad artística y colectiva difícilmente superable.

El otro episodio ha ocurrido este mismo fin de semana en el visceral duelo acontecido en el Vélodrome entre el Olympique de Marsella y el PSG. Todos los medios se han dedicado pesadamente a airear la polémica por el cambio de Mbappé por parte de Luis Enrique en mitad del encuentro. Pero poco o nada ha trascendido acerca de la ya familiar imagen que acontece en los estadios de fútbol de Francia con ese personal de campo convertido en escuderos protectores de jugadores visitantes.

Al marcar Gonçalo Ramos el 0-2 definitivo del PSG, los jugadores del club parisino celebraron el gol junto a la grada. Ramos y Hakimi lo festejaron con algo más que aspavientos de inocua alegría. Y es ahí cuando se vio a un par de operarios con sus escudos, encargados de proteger a los jugadores del lanzamiento de todo tipo de objetos amables (entre ellos simpáticos ositos de peluche, viandas y ambrosías, ropa interior, etcétera). Hace ya tiempo que estas imágenes con operarios con escudos se han convertido en una clásica estampa en los partidos de la Ligue 1 francesa. Lo inaudito ha dejado de serlo. ¿Es peor en salvajismo el fútbol de hoy del de ayer? Lo dicho, es una pregunta ociosa, que requeriría de una larga y prosódica opinión. Y uno, la verdad, no desea alargar la presente, por fatiga propia y por evitar la del amable lector que haya llegado en agradecida compañía hasta aquí.