El derbi y el baño de contrastes

Javier González-Cotta
Javier González-Cotta
26/04/2024

El fútbol y los lunes tienen menos sintonía fraterna que el agua con el aceite. Pero la noche del triste lunes pasado nos trajo un par de excitaciones. El Sevilla FC adquirió su condición de equipo virtual, algo que suena a cosa de la Inteligencia Artificial. Quiere decirse que su triunfo frente al Mallorca lo convirtió en equipo virtualmente salvado del descenso (sí, ya lo sé, falta aún la certificación de las matemáticas). Hablar de excitación por casi haber conseguido la salvación causa cierto rubor en este Sevilla del siglo XXI.

De igual modo, el lunes también nos brindó su otra vaharada de prederbi sevillano; pero lo hizo, curiosamente, desde la fría y lluviosa noche de Milán. El Milán y el Inter jugaron su duelo de la Madonnina en el estadio mancomunado de San Siro. De ganar el Inter, matemáticamente era campeón de la Serie A. Y así lo hizo, entre un belicoso concurso de tarjetas, patadas de estilo ochentero y tensiones varias. El Inter consiguió su Scudetto número 20. Sobre su camiseta afloró, triunfalmente cosida, su segunda gran estrella. La historia de Italia se escribió en parte en este derbi milanés, entre la apoteosis del uno y la severa humillación del otro. Pero, como digo, lo ocurrido en la Lombardía puso las luces largas hacia Sevilla, hacia el gran derbi del sur de Europa que ahora disputan béticos y sevillistas.

Tengo una teoría, que no sé si es válida o sólo chusca. El derbi se parece a un pie operado y dolorido en que ambos precisan de su baño de contrastes. Del frío al calor, del calor al frío. Las estadísticas, por ejemplo, son frías, pero las pulsiones están calientes. En este cuarto de siglo XXI, el Sevilla ha ganado en casi todas sus visitas a Heliópolis y se ha convertido en la peor pesadilla del vecino. Sólo ha perdido en liga en la temporada 2004-2005, en la 2005-2006 y, justo en la era a.d.C (antes del Covid), en la temporada 2018-2019, con el simbólico gol de Joaquín. De ahí lo frío, helado incluso, de la estadística. Cada dato es un fiordo. Igual que es otro fiordo saber que ahora es la cuarta vez seguida que el Betis de Pellegrini se enfrenta al Sevilla por delante en la tabla. Nada, no obstante, que le haya servido para amedrentar a su rival. Es como si Pellegrini olvidara, justo en los derbis, la sapiencia de Johan Cruyff que pareciera extraída de la magna Grecia: "Es muy sencillo: si marcas uno más que tu oponente, ganas".

Otra cosa bien distinta es la zona caliente del derbi. Y es ahí donde rebulle el magma: pulsiones, colorido, vídeos motivadores, cánticos, arengas de vestuario, nervios a manojos, familias divididas, etcétera, etcétera. El Sevilla más pobre, pero virtualmente salvado, intentará asaltar el enardecido feudo de las 50.000 gargantas. Ganar un derbi es una obligación adquirida desde que un futbolista ficha por uno u otro equipo según la acera. Es como si uno adquiriese una doble nacionalidad: se nace donde se quiera o se puede, pero se jura bandera en el club donde estampa su firma. En esta ocasión, el Sevilla FC volverá a la nostalgia de la mediocridad, cuando su aguoso objetivo, antes del conjuro de Eindhoven, era aspirar en los 80 y 90 a rozar Europa, a no ganar nada (ni siquiera una Copa del Rey en los años del aburrimiento del torneo), y, sobre todo, a derrotar al Betis como gran fanfarria del año. Incluso se daba algún que otro segundazo, lo que le permitía al sevillismo, a modo de aventura, conocer la ‘terra incognita’ de un Salto del Caballo en Toledo o del Camp d’Esports del Lleida (ni Lérida ni Lleida, sino Llérida, como dijo el añorado Ruiz de Lopera).

Sobre el césped, a este Betis lo maneja con su manómetro un tal Isco Alarcón (después del de Salustiano García, es el segundo Resucitado más famoso). Por su parte, este Sevilla prosaico, feo pero eficientísimo de Quique Flores sólo despierta confianza y honor si apela al valladar de los hijos predilectos de la carretera de Utrera: los Sergio Ramos y Jesús Navas y el ahora purasangre Isaac Romero. Después de ‘La casa verde’ de Vargas Llosa, la segunda morada más verde conocida es la de Heliópolis. Pero en su hogar, al Betis lo devora una extraña patología de ardiente ansiedad y frialdad crónica. Es como otro baño de contrastes, añadido al del propio derbi. Sus jugadores sienten la ansiosa necesidad de ganar al Sevilla, pero todo lo malogran entre la impericia y la insana hiperventilación. Además, es como si Pellegrini, frío y calculador, se dejase llevar siempre por la larga distancia de las 38 jornadas de liga y no por la pulsión ultraconcentrada de un derbi y sus tres únicos puntos en juego.

A muchos nos sorprendió que Quique Flores dijera tras ganar al Mallorca que no quería decir apenas nada sobre el significado del derbi para el sevillismo hasta que se lo explicaran bien desde dentro un ‘coach’ cualificado. Digamos que un Pablo Blanco, un Joaquín Caparrós cien por cien motivador o el tío incombustible y riñón que lleva el megáfono y la coreografía en los Biris durante los partidos. ¿No había estudiado Quique en el Portacoeli o lo hizo en el San Lorenzo de los jesuitas de Palencia? ¿Y no fue socio del Sevilla en los 70? ¿No conoce el derbi como avezado entrenador que es en la Liga española?

Una idea podría venirle bien en la previa de la previa para ponerse a tono con el derbi. El sevillista quisiera ver en capilla a Quique en el Sánchez-Pizjuán, pero bajo el mosaico de Santiago del Campo, sentado y con los pies en remojo. Quisiera que estuviera con un pie metido en un barreño con agua fría (la mente) y otro con agua caliente (la pasión). Quisiera verlo así, aprendiendo motivación en blanco y rojo, como el judío con kipá y tirabuzones que salmodia y da cabezadas ante el muro de las lamentaciones en Jerusalén. Como ven, casi sin querer, la cosa ha ido todo el tiempo con esto del baño de contrastes.