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Monchi frente a la turbamulta

La tregua
Lucas Haurie
Lucas Haurie
29/10/2020

Llegará un día, y por desgracia no queda muy lejano, en el que el entorno –genial hallazgo semántico de Johan Cruyff, un prodigio de economía del lenguaje– del Sevilla se preguntará, nos preguntaremos, en qué punto la sana ambición se convirtió en morboso deseo de estar permanentemente enfadado. Todas las instituciones sufren un mítico “¿cuándo se jodió el Perú?” vargasllosiano y este club asombroso, que lo es muy exactamente desde 2006 y no antes, deberá espigar con urgencia su historia reciente porque, en algún punto del camino, la tantas veces referenciada (¡¡reverenciada!!) exigencia mutó en endémico amargor, en una crónica insatisfacción que convierte la cara de culo estreñido en la expresión de cabecera de los propios.

Es muy posible que este fenómeno sea generalizado, debido a la urgencia de una era poblada por neo-humanos que requieren estímulos constantes, deseablemente con refuerzo positivo de sus prejuicios, y fueron educados en la intolerancia total, casi alérgica, a cualquier tipo de frustración, por pequeña que resulte. En el Sevilla, sin embargo, se percibe esta sensación elevada a la enésima potencia, como si los resultados históricos de los tres últimos lustros nos hubiesen malcriado a todos, periodistas e hinchas, hasta convertirnos en niños mimados que tiranizan al club con sus pataletas y éste, como un padre incapaz ya de revertir los efectos de una pésima educación, sólo ofrece concesiones que no hacen sino agravar el problema: verbigracia, la destitución hace dos años de Eduardo Berizzo tras pasar ronda en la Champions sin perder contra el Liverpool y yendo quinto en la Liga.

Entre el clamor que, por ejemplo, pide una loca inversión en un delantero y el error autodestructivo que sería hacer caso a la masa (gobernante que no habla o actúa llevado por el bien común, sino por el afán de halagar al vulgo: he ahí la definición clásica del demagogo) se yergue hoy un solo hombre, Monchi, quien ni siquiera puede contar con la ayuda en este punto de Julen Lopetegui porque los entrenadores son metafísicamente pedigüeños, es inherente a su oficio. El bienio del director deportivo en Roma resultó traumático para el Sevilla no por los resultados, sino porque sus sucesores fueron incapaces de enfrentarse a la turba y se sumergieron, agobiados por la presión de la muchedumbre, en una ciénaga de decisiones precipitadas que empobrecieron notablemente a la plantilla y a la entidad. La receta del éxito se resume en tres palabras: “Ni puto caso”. Este club levita casi pegado a su techo: su mérito consistirá en no caer y, sobre todo, en no partirse la cabeza intentando subir un poquito más.


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