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Y en eso llegó Manuel

La tregua
Lucas Haurie
Lucas Haurie
24/03/2021

Manuel Pellegrini ha conseguido algo mucho más importante que colocar al Betis en disposición de volver a Europa, que ya es decir. Su logro más trascendental en los ocho meses que lleva en Sevilla consiste en la unanimidad con la que se acatan sus decisiones, incluso las más controvertidas, algo que en la historia reciente del club lo emparenta con Lorenzo Serra Ferrer y Pepe Mel, dos de los tres últimos entrenadores que llevaron a los verdiblancos a una competición continental. El preparador chileno, con ese dulce soniquete al hablar que los vecinos transandinos llaman “cantito”, lo mismo informa sobre la renovación de un futbolista que da el parte médico.

Una institución tan importante como el Real Betis, y tan zarandeada por luchas de banderías, necesita una portavocía incuestionable, una “auctoritas” que ni en sus más húmedos sueños encarnan el presidente o el vicepresidente, y que tampoco se ha sabido ganar ese Antonio Cordón que lleva toda la temporada andando y desandando el camino que une la inanidad con el sicariato. Así, Pellegrini tiene que convertirse en mucho más que un entrenador y es justo esa figura la que mejor casa con una entidad en la que hace demasiado tiempo que la alta jerarquía carece de peso específico. Para la función representativa, casi cualquiera vale.

Sin embargo, este poder casi autocrático del que goza Manuel Pellegrini es más una responsabilidad que una bendición. Con poca ayuda, o con casi ninguna, el entrenador está obligado a sostener al club –a TODO el club– desde su jurisdicción del primer equipo, en un proceso inverso de gestión que tiene mucho de endiablado: en el Betis no se trabaja para sumar victorias en Primera división, sino que son los triunfos Fekir, Canales y compañía los que sostienen en solitario todo el edificio, del que cuelgan numerosos pesos muertos que tendremos la misericordia de no mencionar. El próximo monumento en el Benito Villamarín debería ser una efigie del técnico santiaguino.

La construcción de un equipo por parte de Pellegrini ha estado sustentada, además, en una serie de decisiones luminosas y arriesgadas, de ese tipo de apuestas que sólo cubre el prestigio de un gran entrenador y para las que carecen de fondo los raquíticos bagajes de un Rubi o un Víctor Sánchez del Amo. ¿Largos banquillazos a veteranos como Joaquín, Bravo o Guardado? ¿La creación del ecosistema adecuado para que brille Fekir? ¿La eclosión de Guido como un mediocentro de tronío? ¿El empeño con Borja Iglesias en detrimento de Loren? ¿El rendimiento sorprendente de refuerzos de saldo como Víctor Ruiz y Miranda? ¿La natural integración de futbolistas de medio pelo –Ruibal, Lainez, Paul, ya veremos qué tal Rodri…–? Todos estos retos se tenían por irrealizables hasta que llegó Pellegrini y, como el Comandate en la canción de Carlos Puebla, mandó a parar.


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